Juan Pablo tiene quince años y dice que llegó en avión al laboratorio de robótica de Soacha, Cundinamarca. Sonríe. Sus ojos se achican detrás de las gafas. Mentira: a veces camina, otras coge buseta. En cambio, a sus compañeros de la comuna Altos de Cazucá los recoge un bus privado porque la zona tiene fronteras invisibles y atravesarlas es peligroso. Con cuatro amigos, Juan Pablo diseña un dispositivo antirrobo que se lleva en la maleta: “Si le abren el cierre empieza a sonar y titilar. Es perfecto para el Transmilenio”, dice. A su lado está Santiago, también quinceañero, soachuno y uno de los tantos que perdió noveno por contabilidad: sacó 2,9… “Pero no le diga a mi mamá”, advierte en voz baja. Sus amigos se ríen. De repente, algo explota.
Todos —unos 30 jóvenes entre 15 y 19 años— miran hacia la esquina. Ninguno se sorprende porque no es la primera vez que pasa: son los del grupo del lado probando una alarma que emite sonidos cuando detecta el humo del fuego. Uno de sus integrantes, Duván, amante del rap y de la ranchera, encoge su cabeza entre los brazos y reniega: les toca empezar de nuevo. En la otra punta del salón, el tutor —el profe—, sonríe. Así es Smart Town, y así funcionan sus ‘colaboratorios’, lugares donde más de 600 jóvenes de Soacha, Zipaquirá y Girardot, una vez a la semana y durante tres horas, desarrollan sus talentos y valores ciudadanos a través de la robótica, los dispositivos móviles, la biotecnología y la nanotecnología de manera creativa y abierta.
Municipios inteligentes
En 2012, la Secretaría de Ciencia, Tecnología e Innovación de Cundinamarca recibió decenas de propuestas de proyectos científicos para financiar con fondos de regalías. Estas iniciativas, de acuerdo con Rocío Puentes, coordinadora de proyectos regionales de la Vicerrectoría de Investigación de la Javeriana, debían cumplir con ciertos criterios: generar nuevo conocimiento, favorecer la apropiación y uso de ese conocimiento por parte de la ciudadanía y lograr impacto en la sociedad. “Un día, después de las fechas de aplicación, la Secretaría reunió a más de ocho grupos con proyectos sobre pedagogía”, recuerda Johann Osma, profesor de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de los Andes, uno de los investigadores que presentó un proyecto: “nos dijeron que teníamos que hacer una sola propuesta entre todos”. Empezaron a negociar, unos se fueron y, finalmente, “alimentando egos y tratando que todos tuvieran su parte”, confiesa Enrique González, profesor titular del Departamento de Ingeniería de Sistemas de la Universidad Javeriana y director del grupo de investigación Sistemas Distribuidos y Redes (SIDRe), lograron un marco articulador: Smart Town.
Los investigadores de estas universidades, así como de la Corporación Universitaria Minuto de Dios, encontraron que los jóvenes de muchos municipios de Cundinamarca no tenían alternativas suficientes de formación en sus territorios ni oportunidades de acceso a ciertas tecnologías, como las de información y telecomunicaciones (según el Ministerio de TIC, tan solo el 9% de la población del departamento está suscrita a un plan mensual de Internet); por ende, no perciben su municipio como una opción de vida y emigran, con sus talentos, a las grandes ciudades, causando, a largo plazo, niveles altos de improductividad y desarrollo bajo en sus zonas de origen (según el DANE, más del 40% de la población nativa de Cundinamarca reside en otro territorio, más del 70% de ellos en Bogotá).
El equipo identificó la necesidad de un modelo pedagógico que fortaleciera las habilidades de los jóvenes —y de paso su arraigo— para solucionar los problemas de sus territorios. Así, con una idea y un presupuesto de más de tres mil millones de pesos, los investigadores dijeron “manos a la obra” e iniciaron la metodología e implementación del proyecto en tres etapas. La primera trabajó el marco conceptual, el estado del arte y el análisis del contexto de los tres municipios. Encontraron que Girardot, con vocación turística, tiene una población flotante tres veces mayor al número de residentes; Soacha tiene problemas ambientales por las industrias areneras, legales o ilegales; en Zipaquirá el empleo local es mínimo, a pesar del turismo y la industria lechera que predomina. En la mayoría de los casos el sistema educativo se apoya en metodologías tradicionales, con limitaciones para promover la creatividad y la innovación; además, los incentivos para dinamizar el desarrollo regional son insuficientes y las políticas gubernamentales no han sido efectivas para generar pertenencia territorial en los jóvenes. Los investigadores confirmaron, además, el gran potencial que tienen los municipios, sobre todo en sus jóvenes y en las oportunidades de desarrollo a partir de la riqueza del territorio.
En la segunda etapa diseñaron el modelo de aprendizaje con base en el concepto de constructivismo social del psicólogo ruso Lev Vygotzky. El modelo aplica el aprendizaje activo soportado en cuatro pilares: construcción, creatividad, colaboración y comunidad. Crearon un espacio de aprendizaje llamado ‘colaboratorio’, donde interactuarían los tutores y los ‘aprendientes’. Los jó- venes desarrollarían sus habilidades científicas y sociales a través de cartillas, cuyo contenido dependía de las problemáticas del municipio. Por ejemplo, los jóvenes de nanotecnología de Soacha harían pruebas de granulometría para separar arena fina y crear concreto de mejor calidad; los de Girardot abordarían el turismo desde el tratamiento de aguas, y los de Zipaquirá reconocerían la diversidad de su flora y fauna para definir rutas ecológicas.
Prueba piloto
Después de quince meses de trabajo y de afinar el modelo, los investigadores estaban listos para desarrollar todo lo que en el papel parecía perfecto. En el transcurso de las sesiones de trabajo de la tercera y última etapa, los participantes utilizaron la ciencia y la tecnología para solucionar problemas de sus municipios o, al menos, saber que existen y que hay alternativas de desarrollo científico para lograrlo: “llegamos a la conclusión que el mundo no es solo ingeniería y que la solución, por lo menos en este caso, no era formar ingenieros que crean empresas; la solución era crear un modelo de aprendizaje en el que la tecnología fuera mediadora y estímulo para cultivar competencias y habilidades”, dice González, director de Smart Town.
Al final, todos los estudiantes mostraron sus productos: el grupo de Duván terminó el dispositivo antifuego. Aplausos. Juan Pablo llegó caminando al colaboratorio y Santiago fue con su mamá; juntos exhibieron el aparato que chillaba cuando se abría una maleta. Fue tanta la satisfacción de los papás y los niños que varios se acercaron al equipo de trabajo preguntando por las próximas inscripciones. La respuesta quedó en puntos suspensivos: “…esta es la primera vez que se habla de miles de millones para ciencia y tecnología en Colombia, pero, ¿qué pasa? Seguimos siendo cortoplacistas”, reclama Osma. González complementa: “Smart Town dejó un modelo educativo que queda disponible a la sociedad; las herramientas implementadas son adaptables a cualquier territorio, lo que generaría importantes ahorros al Estado cada vez que quiera desarrollar el proyecto y poner en operación los colaboratorios en otros municipios. Además, pronto se publicarán libros de investigación donde se compartirán los resultados. En ese sentido el proyecto fue un éxito; sin embargo, si no hacemos algo, eso se puede quedar en un estante… El reto es corregir los errores, buscar recursos, seguir en los mismos municipios, también ir a otros departamentos, y hacer más incubadoras de talento para que Colombia tenga muchos smart towns”.