Pocos se imaginan que el vallenato, ese género que despierta amores y odios entre los bogotanos, tenga una historia tan arraigada a la capital. Los más autorizados escritores del género han pasado por alto este conjunto de anécdotas que se empolvan en la memoria de aquellos, sus, hoy viejos, protagonistas. Y es que la música de acordeón –como se le conocía cuando llegó a la capital– apareció en Bogotá en los años 50 para quedarse, y generar la primera modernización, así como la popularización definitiva del vallenato en el país.
Entre 1951 y 1973, la capital creció y pasó de tener 700.000 habitantes a 2,9 millones. Este dato es suficiente para hacernos una idea del flujo de personas que llegaron, procedentes de todas partes de Colombia. Y como esta es la historia de una música que no nació en Bogotá, es, entonces, una historia de migrantes, de sus costumbres y de sus cuentos. Es el relato de la colonización mulata en tierra fría, cuya arma fue la diplomacia (poco refinada para muchos) del acordeón. Se trata de la vida musical de Los Universitarios y de su asombroso talento para la parranda.
La capital nunca estuvo acostumbrada al bullicio costeño y, aunque para los años 40 las orquestas caribeñas de Lucho Bermúdez y Pacho Galán empezaron a figurar con éxito en el Hotel Granada o en el Grill Colombia, el vallenato carecía de la sofisticación y elegancia que, con acierto, las Big Bands habían utilizado para conquistar a la élite. El vallenato parecía ser una música contraria al gusto bogotano, sus cantos tenían más sentimiento que afinación y el sonido grueso del acordeón tenía un aire campesino que se acompañaba de los nada refinados caja y guacharaca que formaban un conjunto de notas fandangueras y provincianas.
Aun así, cuenta la historia oficial que a mediados de los años 50 un grupo de políticos bogotanos se comenzó a interesar por la música de acordeón gracias a la influencia de sus homólogos de los departamentos de Bolívar y Magdalena. Entre ellos se encontraban figuras como Alfonso López Michelsen, Fabio Lozano Simonelli, Miguel Santamaría Dávila y Rafael Rivas Posada. Fue en sus casas del barrio La Magdalena, de Teusaquillo, donde se realizaron las primeras parrandas con un marcado carácter aristocrático.
La (buena) vida de parranda
A finales de los años 50, vestidos con camisas de manga corta, pantalón negro y zapatos oscuros, llegaron jóvenes de provincia para estudiar en las universidades Nacional y Libre. Eran proclives a la amistad, al licor y la palabra. En la cultura caribeña encontraron un punto común a sus diferencias políticas y así formaron un enclave regional para recitar poesía, echar cuentos, deleitarse con el sabor del ron, de un bolero y una guitarra, y recordar las canciones campesinas de Abel Antonio Villa y Francisco “Pacho” Rada. De allí nacieron Los Universitarios como un grupo de más de 20 contertulios (algo así como a lo que hoy llamaríamos ‘colectivo cultural’). El núcleo más festivo de esta camada llevaría el nombre de Los Universitarios a todas las parrandas estudiantiles y luego a la radio, el cine y la televisión.
Pedro García como cantante, Víctor Soto en el acordeón, Reynaldo López en la guacharaca, Pablo López en la caja y Esteban Salas en los coros fueron los integrantes de esos primeros años en los que Los Universitarios se vieron tocando cada fin de semana en una casa y en un barrio distinto. Así fue como encarnaron fielmente el espíritu de la juglería que traían en sus genes. Quisieron abrazar la ciudad en una sola parranda y trazaron un sentido en la trashumancia. Eran tiempos en los que lo vivido era lo narrado y no al revés, y por eso nunca la vida fue más real que en el deleite de un son o de un paseo, acompañados de una botella de aguardiente.
Los Universitarios en televisión. De izquierda a derecha: Nazario Zabaraín, Pablo López, Álvaro Cabas, Esteban Salas y Pedro García.
Si bien la música de acordeón siempre permaneció cercana a los altos círculos de poder, como cuando Los Universitarios ingresaron en 1967 al Capitolio para ‘serenatear’ al Congreso de la República antes de comenzar la última sesión que debatiría la creación del departamento del Cesar, el vallenato se dio a conocer en las clases populares gracias a las parrandas del conjunto en la vida cotidiana de la ciudad.
En el estadio ‘El Campín’, por ejemplo, se dieron cita regularmente para animar desde la gradería los triunfos del Unión Magdalena campeón de 1968, acompañados por un joven de nombre Emiliano Zuleta, quien viajaba desde Tunja. Como no existían divisiones pasionales, los partidos terminaban en un auténtico carnaval, animado por el público de ambas hinchadas y, particularmente, por las primeras parejas bogotanas que bailaron vallenato.
“Un mes y once días duramos parrandeando en el Quiroga. Fue una fiesta que tuvo que repetirse todas las noches siguientes en una casa diferente”, cuenta Esteban Salas, guacharaquero y corista del conjunto, refiriéndose a ese jolgorio que se vivió durante un paro estudiantil de la Universidad Libre. Recuerda que dentro de los animadores estuvieron, además, Gustavo Gutiérrez, Colacho Mendoza, Hugues Martínez y Abel Antonio Villa (la primera figura publicitada del vallenato), quienes enamoraron con su música a los amables vecinos de la Fragua, el Restrepo y el Quiroga: “Fue una vaina bohemia, grande.”
Con el grado profesional llegó la vida laboral, la cual no significó que estos personajes dejaran de parrandear en conjunto. El trabajo de Comisario de Policía que consiguió Pedro García facilitó las cosas: a bordo de la patrulla policial pudieron llegar hasta pueblos de la Sabana de Bogotá y nunca más volvieron a tener las quejas por ruido de los vecinos que obligaban a los agentes a intervenir para acallar la bulla.
A propósito de las visitas de los oficiales en las parrandas, Libia Vides, matrona de la familia Bazanta, relata: “En aquella época llegaban a terminar la vaina, pero aquí los emborrachábamos. Más de uno amaneció dormido en esta sala.” Libia, la más antigua parrandera que recuerda la ciudad, rememora a sus 97 años las interminables fiestas celebradas junto a Los Universitarios en su casa del barrio Ciudad Jardín Sur; a la fiesta llegaron acordeoneros de todo el país como Luis Enrique Martínez, Alejo Durán, Andrés Landero, Lorenzo Morales y otros grandes de la música costeña, como Los Gaiteros de San Jacinto y Estercita Forero.
Tomándose una cerveza contra una ventana de su casa, contó antes de su muerte que ella nunca abandonó la parranda y que la parranda nunca la abandonó a ella: “Todo lo que me quedó de tantos años de rumba fue esta casa y mi hija Totó, La Momposina, que hoy pasea por Europa.” Todas sus ganancias siempre se fueron en aguardiente, sancochos y arroces de cerdo para los invitados, pues cuando faltaban la comida y el licor, moría la parranda.
Acordeón en directo
Pablo López, Poncho Zuleta y Álvaro Cabas, en una visita de Emiliano a la capital.
Los Universitarios también contribuyeron a la difusión masiva del vallenato de los años 60 con sus apariciones en radio, cine y televisión. Una de las curiosidades de esta historia es la grabación del material que harían para la banda sonora del mediometraje La Sarda, de Julio Luzardo, que aparecería en la película Tres cuentos colombianos en 1963.
Y tal vez esta fue la misma intención que Los Universitarios expresaron en canciones repletas de pedazos de realidad, tal como ocurrió en la grabación de La muerte de un comisario (LP)en 1967 para el sello Orbe.
En ese año, debido al cambio de gobierno, Pedro García se encontraba afectado porque había sido recién relevado de su trabajo como Comisario de Policía. Sus tardes las pasaba junto con su amigo Esteban Salas en el Café de Doña Rosa, en la Calle 19 con Octava, un lugar de encuentro frecuente entre los músicos de la Costa. Un día apareció por allí un amigo de ellos para invitarlos a Rincón Costeño, el programa radial del locutor más reconocido de la ciudad, Miguel Granados Arjona, ‘el viejo Mike’. Acudieron a la cita en Radio Continental acompañados del acordeonista Alberto Pacheco y del maestro Francisco Zumaqué en el bajo eléctrico, e interpretaron el tema La muerte de un comisario, que se refería al despido de García.
La sonoridad de estos músicos costeños llamó la atención del productor Jaime Arturo Guerra Madrigal, quien, inmediatamente, los contrató para grabar un larga duración con la disquera Orbe. El resultado fue el primer disco bogotano completamente dedicado al canto vallenato e incluyó canciones que se convertirían en éxitos de la radio en Bogotá y también en toda la Costa Atlántica, como Canto al Tolima. En este disco, García incursionaba en el mundo del vallenato como el primer cantante que no se acompañaba a sí mismo con el acordeón. Igualmente, Esteban Salas introducía la figura del corista, superando así la del ‘ayhombero’, ese entusiasta cuyo único rol en grupo consistía en gritar “¡Ay, hombe!” para animar la parranda, aunque eso no lo hacía menos necesario que los demás.
En su Canto al Tolima, García tuvo la intención de hablar directamente de la dura realidad que se vivía en el campo colombiano. Unos años antes, según contó Carlos H. Escobar Sierra, gestor y jurado del Segundo Festival Vallenato , la canción llegó a oídos del presidente Guillermo León Valencia en una parranda convocada en el Palacio San Carlos junto con Rafael Escalona. Cuando escuchó el canto de Pedro García, el político no pudo contener las lágrimas, manifestando quizás un sentimiento de culpa por no haber cumplido su promesa electoral de alcanzar la paz en el campo. Con el tiempo la canción se convirtió en uno de los temas fundamentales del vallenato y marcó el inicio de lo que más adelante se conocería como vallenato protesta:
“Hoy los odios fraticidas/
se apoderan de los campos/
y ya no se escuchan cantos/
en esta tierra sufrida”.
Por todas estas características, Pedro García es reconocido por las figuras más importantes del vallenato como maestro de cantantes; no es de extrañar que en múltiples ocasiones Jorge Oñate lo haya citado como una de sus influencias más grandes en el canto.
Luego de este disco vinieron más presentaciones en Radio Continental, así como otras en Radio Santa Fe y Radio Juventud, en los programas Meridiano en la Costa y Concierto Vallenato, respectivamente. Este último originó la grabación de otros tres discos vallenatos para el sello Orbe, en los cuales participó como acordeonero Colacho Mendoza, reconocido por ser el segundo Rey Vallenato de la historia. Los tres discos tuvieron una acogida grande en Bogotá y en la Costa Atlántica, pues incluyeron, entre otros, la primera versión de La gota fría en acordeón.
Sus apariciones en televisión fueron de gran alcance, pues al ser el grupo más representativo de Bogotá eran invitados constantes de los programas musicales que se grababan en la capital para publicitar el Festival Vallenato de Valledupar.
Pablo López, Alejo Durán y Miguel López, en parranda.
Es en el mismo ámbito televisivo donde Los Universitarios, diez años después de graduados, deciden poner fin al conjunto para continuar por caminos musicales por separado. Pepe Sánchez los invita en 1972 a grabar el tema principal de su telenovela Vendaval, que hacía referencia a la situación de las bananeras a principios del Siglo XX. Los Universitarios se reúnen y Pablo López graba por última vez con Pedro y Esteban, quienes, para las actuaciones posteriores de la telenovela, formarían el grupo Los Cañaguateros junto con Florentino Montero en el acordeón.
“Para la década de los 70 la vaina ya estaba pegada acá en Bogotá, así que decidí empezar con los Hermanos López y Jorge Oñate, mientras Esteban Salas formó el conjunto de los Hermanos Zuleta, que habían llegado también a Bogotá”, cuenta Pablo López sobre la manera en la que Los Universitarios dieron origen a las agrupaciones vallenatas más exitosas de los años 70 y principios de los 80.
Menos parranda, más vallenato
Con este acumulado de experiencias de más de una década, Los Universitarios dieron paso a una modernización definitiva del vallenato en la que se popularizaron las grabaciones de discos completos dedicados al género, se diferenciaron los roles entre acordeonista y los cantantes, y la música llegó a los medios masivos de comunicación. Su rol fue tan importante que contribuyó a que Los Hermanos López y Los Hermanos Zuleta, alcanzaran éxito a nivel nacional y posicionaran ‘la música de acordeón’ en diferentes regiones; sus andanzas consolidaron el gusto por el vallenato tradicional en Bogotá, que hacia finales de los 80 se transformaría en el vallenato romántico, pero esa es otra historia.
Hoy, sin embargo, los tiempos han cambiado y es casi imposible pensar en alguna de las parrandas de la época sin estrellarse de frente con las restricciones del Código de Policía o con el anonimato de los vecinos de una misma cuadra. Las duras condiciones de subsistencia para los músicos han hecho casi imposible la existencia de presentaciones no remuneradas, y la desaparición de los patios de las casas en Bogotá han canalizado todos los momentos festivos hacia espacios especializados, como bares y discotecas. Todo parece indicar que la vida moderna le está ganando la batalla a la parranda.
*Sociólogo cultural y docente de Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Javeriana; magister en Investigación para las Ciencias Sociales de la Universidad de Ámsterdam, Holanda.
2 comentarios
En qué parte meterlas a los playoneros del Cesar? Qué tienen una larga y buena historia de música en la capital
Excelente texto narrativo. Ameno y agradable de leer! Felicitaciones!!!