— ¿Por qué se te mueve la mano así? — le preguntó mi hermana, de seis años, a mi papá.
— Porque es necia y no se quiere quedar quieta— le respondió sonriente mientras subía su mano derecha. Mi hermana le apretó la mano y lo abrazó, mientras yo, con nueve años, veía la imagen desde la puerta y me preguntaba qué tiene que hacer la mano para dejar de ser “necia” y “quedarse quieta”.
Esta es una de mis primeras memorias del párkinson de mi papá. Hoy tengo 26 años y mi hermana 23. Ahora entendemos por qué la mano es “necia” y que la decisión de cómo debe moverse la toma una enfermedad neurodegenerativa que, como explica la Organización Mundial de la Salud (OMS), está asociada a síntomas motores (lentitud de movimientos, temblores, rigidez, trastornos de la marcha y desequilibrio) y a una amplia variedad de complicaciones no motoras (deterioro cognitivo, trastornos mentales, trastornos del sueño, dolor y otras alteraciones sensoriales).
El párkinson afecta al 0.3 % de la población mundial y solo el 10 % de los pacientes manifiesta la enfermedad antes de los 50 años, de acuerdo con un estudio de la Universidad del Rosario. Mi papá hace parte de ese pequeño grupo: tenía 38 años cuando recibió el diagnóstico.
Según la Asociación Colombiana de Neurología (ACN), en Colombia hay más de 220 000 personas con párkinson.
Ser cuidadora, pero no ser cuidada
De pequeña tuve claro que mi papá tenía una limitación que no entendía. No podía correr, saltar ni jugar futbol como muchos de los papás de mis amigas, pero eso nunca representó un problema para mí. Se tomaba sus medicamentos, comía sin ayuda, se vestía solo y hacía las rutinas y ejercicios que el médico le recomendaba. Creo que todo eso permitió que gran parte de la enfermedad se desarrollara de forma ‘tranquila’, pues las situaciones no pasaban del derrame de un vaso de agua por la dificultad de sostenerlo o que nos costaba entenderle cuando hablaba.
Pero eso cambió a finales de marzo de 2021. Mi hermana y yo tuvimos que llevar a mi papá a urgencias porque uno de los medicamentos que tomaba le generó una crisis psiquiátrica. Tenía alucinaciones, sentía que lo perseguían.
El 83,7 % de los cuidadores hace parte del mismo hogar del paciente y el 86 % asegura dedicar más de 12 horas diarias a este rol
Estudio de la Universidad Nacional de Colombia
Durante esa semana nos turnamos los horarios para acompañarlo en el hospital. No podía estar solo. El miedo a que se hiciera daño o hiriera a alguien más se apoderó de nosotras. Fueron noches largas en las que no podíamos dormir bien y días rutinarios que parecían no acabar. Caminaba una y otra vez por los fríos pasillos del hospital. Me encerraba en la habitación con él y lo ayudaba a tomar agua, a ir al baño, a vestirse, a caminar y a comer. Ahí entendí que la enfermedad no tenía poder solo sobre él sino sobre toda mi familia.
Burnout del cuidador
Dejé de comer, de dormir y de dedicarme tiempo. Mi vida giraba en torno a su bienestar. Mi hermana, mi mamá y yo hicimos lo que pudimos para tratar de distribuirnos su cuidado, pero somos solo tres y el cansancio nos desbordaba. No tuvimos —ni nunca hemos tenido— apoyo de la familia de mi papá, más allá de las llamadas ocasionales. El cuidado siempre ha recaído en nosotras y el sentimiento de cansancio empeoraba cada vez que mi papá se negaba a recibir el tratamiento.
Sentía rabia y tristeza. Al abrir las redes sociales veía que mis amigos estaban rumbeando, compartiendo, viajando o estudiando. Eso me frustraba aún más y hasta llegué a preguntarme por qué tenía que pasarme esto, por qué tenía que cederle gran parte de mi vida a algo que yo no elegí, pero con el tiempo entendí que estos sentimientos no solo eran normales, sino que tenían un nombre: síndrome del cuidador quemado. Esto, de acuerdo con Óscar Mauricio Montaño, profesor de la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana, se refiere al agotamiento físico, emocional y al deterioro de la salud de quienes cuidan constantemente a un enfermo.
“Los cuidadores tienen el derecho a sentir y a cansarse. Esta es una tarea heroica que requiere también tiempos para cuidarse, porque si no, termina cuidando al otro pero haciéndose daño”, explica Montaño.
El 77 % de los cuidadores ha reportado condiciones de estrés, alteraciones del sueño y dolores de cabeza recurrentes, mientras que el 80 % manifiesta episodios de ansiedad y depresión
Estudio Universidad Nacional de Colombia
Encontrar un punto medio
Después de una semana, mi papá salió del hospital. Recobró su estabilidad, pero no volvió a ser el mismo. Durante los primeros días contratamos a una enfermera, a la cual le negó acercarse a cuidarlo. Solo duró tres días con nosotros.
Se le dificultaba caminar, así que debíamos ayudarlo. Una de sus hermanas le consiguió un caminador, pero las fuerzas que tenía las usó para esconderlo en el lugar más alejado de la casa y rehusó saber de su existencia.
No sabíamos cómo cuidarlo si nos rechazaba. Lo veíamos recibir golpes por las caídas, enredarse con las camisetas cada vez que se iba a vestir y atorarse con las pastillas. Él se ha caracterizado por seguir al pie de la letra las indicaciones de sus médicos, sobre todo porque el diagnóstico solo le prometía cinco años más de vida laboral, porque después el párkinson se apoderaría de él. Gracias a su juicio metódico, han pasado 23 años y sigue trabajando, y está cerca de lograr su pensión. Mi papá nunca ha querido ser definido por la enfermedad.
Todos cedimos. Él nos pedía ayuda cuando la necesitaba y nosotras aprendimos a respetar cuando decía que no la requería, así fuimos llegando a acuerdos que nos facilitan su cuidado y le permiten reencontrarse con ese hombre autónomo y responsable de su enfermedad que fue antes del incidente psiquiátrico.
Han pasado dos años y medio desde entonces y aunque la enfermedad sigue avanzando a su ritmo, el cuidado de mi papá se ha vuelto más llevadero para mi hermana y para mí. La crisis pasó y con los días mi papá pudo retomar sus rutinas de vestirse, comer sin ayuda, tomar sus medicamentos en los horarios necesarios y hacerse cargo de sus responsabilidades laborales. Aunque a veces necesita apoyo para caminar, o nos pide que le alcancemos algo, el miedo de que pueda lastimarse es mucho menor.
Esta es solo una de las muchas batallas que hemos tenido que luchar como cuidadoras de mi papá, pero quizá ha sido la más significativa porque implicó reconocerme como cuidadora de tiempo completo y aceptar los sentimientos de frustración y tristeza que me generó ver el avance del párkinson. Este proceso también me abrió la puerta para mejorar la relación que tengo conmigo misma y entender que para cuidarlo a él primero debo cuidarme a mí.
Consejos de un psicólogo para cuidadores de pacientes con párkinson
Solo un cuidador entiende lo mucho que se sacrifica por el amor que siente hacia su familiar enfermo. Conocer las diferentes realidades nos permite reconocer que no estamos solos y que hay gente que entiende, transita y valida los sentimientos propios de cuidar de otros.
El profesor Óscar Mauricio Montaño lidera un grupo llamado Al son del párkinson que crea espacios de cuidado al cuidador en el que los mismos cuidadores comparten sus experiencias con profesionales en formación y docentes javerianos de la facultad de Psicología.
“Lo primero que le decimos a los cuidadores durante los talleres es ‘este es su espacio y aquí van a encontrar la oportunidad de decir lo que sienten sin ser juzgados’. No les enseñamos cómo tratar a la persona que cuidan, sino cómo cuidarse a ellos mismos. Es un espacio para validar la rabia, la tristeza, el aburrimiento, el cansancio y mostrar que tiene todo el sentido. Entender sus emociones es un paso para ayudarlos en ese cuidado tanto personal como el de un tercero”, explica.
Estas son algunas recomendaciones de Montaño para los cuidadores de pacientes con párkinson:
- Establecer roles en los que todos los integrantes de la familia participen. Casi siempre hay alguien que suministra la parte económica, pero no por eso debe desentenderse del resto de funciones.
- Entablar una comunicación directa donde no haya jerarquías.
- Buscar tiempos de descanso. Normalmente hay una persona que asume más el cuidado, por eso debe buscar momentos libres donde pueda despegarse del rol de cuidado para cuidarse a sí mismo y hacer lo que le apasiona.
- No inferir qué es lo que quiere el paciente. Siempre hay que preguntarle en qué necesita ayuda para que no sienta que le quieren quitar la capacidad de hacer algo. Esto sirve para encontrar un balance en el que el enfermo no se vuelva dependiente, pero que también aprenda a pedir ayuda cuando lo necesite.