Me gusta pensar en las historias como espíritus que habitan el mundo: se esconden en los rayones sobre la corteza de un árbol, pesan en la maleta de los estudiantes, y ablandan el cuero del zapato que saca ampollas en los pies. El oficio de contarlas es el del médium, se desarrolla cierta agudeza para invocarlas, y con el tiempo, ellas mismas se nos van presentando.
Cuando Pesquisa Javeriana se embarcó en la tarea de hablar de malestar emocional en jóvenes de América Latina, y su forma de lidiar con él, de pronto todos los espíritus de las historias se escabulleron tímidamente tras las formas sólidas del mundo. Buscábamos historias de jóvenes a quienes el arte o el deporte les ayudaran a superar situaciones y emociones difíciles en su vida. Veníamos inspirados por los hallazgos del proyecto OLA, un estudio pionero en la salud mental de jóvenes en la región.
Contacté a artistas y deportistas que conozco y, al final, la historia se manifestó en Alejandra, una actriz que ha encontrado en el arte una forma de sanar. La conozco desde hace años. Tardes enteras sentadas frente al mostrador de la tienda en la que trabajamos juntas me habían dado un vistazo a una mujer sensible, de convicciones robustas, sueños grandes y conversaciones cálidas y sinceras.
Le pregunté si compartiría su historia y su respuesta fue tan abierta como siempre: quería contar cómo el teatro la ha ayudado a lidiar con vivencias de violencia sexual y de género.

En concreto, Alejandra protagonizó la obra de teatro que le da el título a este episodio. Es un retrato crudo de la violencia machista, de las grietas que deja en todas nuestras relaciones, incluso entre amigas. A través del personaje que interpretó, Alejandra fue haciéndose preguntas sobre su propia experiencia de la mano de sus amigas, que también eran actrices en la obra. Más que reabrir heridas, cicatrizaron juntas.
Hablar de estos temas nunca es sencillo, sobre todo siendo mujer. La frase con la que comienza el episodio es verdad: “Hay un miedo que toda mujer conoce, es muy real y está en todos lados, así no se hable mucho de él”. Es el miedo al abuso sexual y la violencia de género, que se cuela en casi todos los aspectos de nuestra vida: el trabajo, el transporte público, la calle, el amor y la familia. La mayoría le tememos porque ya lo hemos vivido, y si no, lo hemos presenciado.
El mundo no suele tener tacto ni compasión con testimonios de este tipo, tal vez porque hacen que nos miremos a los ojos como humanidad, y eso es demasiado incómodo. Además, la normalización de la violencia sexual y de género ha hecho que hablar de lo que nos ha sucedido frecuentemente resulte en revictimización. La idea de hacer este episodio era todo lo contrario: mostrar los rostros detrás de la violencia sexual, así como la lucha por sanar y construir un mundo en el que estas experiencias no sean el común denominador entre las mujeres.
Adoptar este enfoque fue desafiante, pero no hubiese permitido que fuera de otra manera. Desde la entrevista todo debía ser cuidadosamente planeado para hacer sentir cómoda a Alejandra, captar los detalles de la historia sin llegar al morbo, recoger las emociones y contenerlas en los momentos precisos.
Hacer el guion fue otro reto. Para seleccionar los fragmentos de la entrevista, que duró más de 2 horas, escuché la grabación una y otra vez. Cada repetición me revelaba cosas que no había detectado y todo lo dicho me resultaba tan necesario. Agité el relato con paciencia, como una batea en la que se decantarían los trozos que le darían estructura al podcast.
Luego comenzó la evasión. Sentarme horas frente al computador sin saber cómo tejer puentes entre uno y otro fragmento. En ocasiones, dilataba trabajar en el guion poniendo otros trabajos como excusa ¿por qué? Ahora, con la lucidez que da el tiempo, creo que realmente estaba huyendo de mi propio dolor y mi rabia. En la historia de Alejandra, veía reflejos de la historia de mi madre, de mis amigas, y de la mía, una cacofonía de vivencias compartidas.
Sentí la impotencia de no poder protegerlas a todas ellas, de ser demasiado pequeña para hacer algo. Cuando la frustración llegó a su máximo me quebré y lloré frente a la pantalla. El llanto despejó las nubes de mi mente y dio paso a una claridad muy gentil. No era pequeña, ni impotente, pero más importante: no estaba sola. La lucha por construir una cultura donde el miedo no acompañe a las mujeres donde quiera que vayan es de todas, todes y todos.
Romper el silencio es una forma de acompañarnos, desnormalizar lo que está mal, acabar con la comodidad de los perpetradores y formar comunidad. Agradezco a Alejandra por hacerlo, y en el proceso, por enseñarme tanto acerca del amor, la sanación y la sororidad. Creo que escuchar el episodio también es un acto de valentía: implica sentirse incómodo y reflexionar.



