Si comparamos la crisis social del matrimonio con otras situaciones de la vida política y social, puede uno pensar que hay ocasiones –en verdad lamentables– en las que el divorcio es la mejor opción, otras en las que no se sabe con certeza qué sea lo mejor, y finalmente otras en las que un divorcio resulta sencillamente inaceptable. Tal sería el caso de parejas que llegan a la conclusión de que, a pesar de sus muchas disputas y desencuentros, ninguno de los dos puede o quiere imaginarse viviendo su vida sin esa otra persona que tiene a su lado. Y tal es, también, el caso del divorcio inexplicable e inaceptable que existe entre investigación, por un lado, y por otro apropiación y aplicación social del conocimiento. La comparación no es arbitraria ni extravagante, como algunos podrían pensar: todos sabemos que si bien hay decisiones equivocadas en la vida –y nadie está libre de ellas– más vale corregir los errores a tiempo con el fin de evitar males peores.
El asunto es bien sencillo: un país jamás alcanzará un aceptable grado de desarrollo económico, tecnológico, social, humano y ambiental, si quienes toman decisiones se equivocan, y en lugar de corregir, de manera terca y obcecada se empeñan en defender sus propios y fatales extravíos. Porque no hay duda: decisiones hay que tomar. Y bien sabemos que no decidir también es una decisión que implica responsabilidades sociales. De modo que lo que uno se pregunta es si quienes toman las decisiones más importantes y que afectan la integralidad de nuestro desarrollo realmente lo hacen con base en el conocimiento y la información que se supone han sido elaborados precisamente con el fin de sustentar decisiones políticas acertadas y suficientemente informadas.
¿Cómo es posible, para ofrecer sólo un ejemplo, que en Colombia abunden serios estudios ambientales con diagnósticos preocupantes y recomendaciones urgentes y sustentadas, y sin embargo se continúen improvisando las decisiones que nos deben conducir, como país, hacia una política ambiental razonable? Dicha improvisación favorece el que estas decisiones dependan más del vaivén político o de los caprichos arbitrarios de funcionarios de turno que de estudios técnicos soportados por exigencias que provienen de la ética y la responsabilidad social.
Si la investigación académica –aun cuando sea de altísima calidad– reduce el alcance de su impacto a los aún demasiado estrechos ámbitos de académicos y estudiosos, y simplemente no llega a las instancias de decisión política que podrían y deberían enriquecerse con ella, puede decirse que deja de cumplir al menos con una parte de su misión en la sociedad. Ya es hora de superar ese imaginario según el cual la producción de conocimiento es un lujo o una aventura para mentes privilegiadas. Sin producción de conocimientos pertinentes que impacten de verdad las instancias donde se toman decisiones de cara al bien común no hay ni habrá desarrollo económico, no hay ni habrá justicia social e incluyente, y no hay ni habrá desarrollo sostenible que respete la naturaleza y la biodiversidad. Y pretender lograr ese desarrollo sin el apoyo y la orientación académica de estudios serios y responsables no será otra cosa que persistir en un error que ya ha mostrado hacia dónde nos conduce.