Compitiendo con el sonido del tráfico de la carrera séptima y las conversaciones ruidosas de estudiantes, trabajadores y profesores, 47 especies de aves cantan y emiten sonidos en el campus de la Pontificia Universidad Javeriana. Aunque varias suenan simultáneamente, es posible escuchar sin dificultad un sonido agudo y estridente que se repite cada segundo y que proviene de la parte más alta de los árboles. “Es un colibrí chillón”, me dice Juan Sebastián Cortés mientras mira hacia arriba e intenta identificar en un árbol el colibrí que escuchamos.
Cortés es ecólogo de la Javeriana y en sus primeros semestres de la carrera, empezó a descubrir su fascinación por las aves. Es inevitable no notar la pasión con la que cuenta cómo empezó todo: “conocí el grupo de ornitología (estudio de las aves) de la universidad y ahí me di cuenta de que amaba mucho a los pájaros”, explica entusiasmado mientras sonríe. Aunque de las especies de aves su favorita es el Martín Pescador, el grupo que más disfruta investigar es el de los colibríes porque le ha permitido entender más las interacciones entre los humanos y las aves, me cuenta mientras caminamos por el campus.
El colibrí chillón (Colibri coruscans) es uno de los colibríes más comunes entre las especies de aves de Bogotá, pero está presente también a lo largo de la Cordillera de los Andes. Mide poco más de diez centímetros y la mayor parte de su cuerpo es de color verde brillante. Debajo de sus ojos, como si tuviera un antifaz que se extiende hasta el inicio de su pico, luce plumas moradas y relucientes. En su pecho sobresalen algunas plumas que aparentan ser una mancha en un degradado de azul a morado. Sus ojos son redondos, pequeños y de un color negro centelleante. Su pico, como el de muchos colibríes, es largo y estrecho.

Como si se tratara de un habitante cualquiera de Bogotá, el colibrí chillón tiene una vida acelerada. Su metabolismo es veloz y sus requerimientos energéticos son enormes, por lo que la actividad principal de esta ave durante el día es alimentarse. Aunque también come insectos, su alimento predilecto es el néctar de las flores porque tiene un alto contenido calórico y es fácil de digerir. De hecho, los colibríes son considerados como las aves más especializadas del mundo en el consumo de néctar.
Cuando observamos a un colibrí merodear ágilmente entre arbustos con flores, no podríamos sospechar, a simple vista, la increíble y estrecha relación entre ambas especies. “Tienen una relación mutualista, es decir, una relación recíproca positiva. Significa que los dos son beneficiados: colibríes y plantas ganan”, explica Cortés mientras caminamos hacia las escaleras eléctricas, un lugar del campus en donde hay abutilones, los arbustos de flores de colores vivos que abundan en los cerros de Bogotá.
¿Cómo se da esta relación mutualista? Todo comienza cuando los colibríes, hambrientos de néctar, son atraídos por las plantas a través de características llamativas como el color de las flores, su forma e, incluso, la manera en la que se presentan las estructuras sexuales. Ante este escenario tan cautivador, los colibríes no tienen otra opción más que zambullir su pico en la flor para buscar el preciado néctar. En este proceso, quedan impregnados de polen.
Aunque esta especie de ave sea seducida por las flores, la única manera en la que puede comprobar que hay néctar para su consumo es introduciendo su pico en ellas. Pero ese no es el único truco que utilizan las plantas para que su polen sea transportado. El más evidente consiste en que “la planta no le garantiza el 100% de energía que necesita el colibrí, así se asegura de que visitará otras flores y pueda darse la polinización”, dice Cortés ofreciéndome uno de los frutos que recolectó de otra de las plantas frecuentadas por los colibríes en la Javeriana: la Fucsia (Fuchsia boliviana).
Colibrí y polinización
La polinización es un proceso ecológico que permite la producción de frutos, la variabilidad genética y la reproducción de muchas especies. “¿A un humano promedio de qué le sirve la polinización?”, pregunta retóricamente Cortés. “Gracias a la polinización, podemos consumir frutas, frutas y frutas. Y después de la fruta, ¿qué sigue? Una semilla. Y después de la semilla sigue una planta, y después de la planta sigue la flor. Entonces, lo que está haciendo el colibrí es aportar un poco al proceso de perpetuar toda esa interacción biológica”.
Nos detuvimos en la pequeña área que conecta a las dos escaleras eléctricas y, justo en ese momento, y a pesar de ser las 6:30 p. m. – una hora en la que no es usual que los colibríes se alimenten de néctar-, un colibrí chillón nos deleitó con su presencia en los arbustos de abutilón y fucsia. Se movía hábilmente entre las flores. No dejaba de pavonearse e inspeccionar cada flor del arbusto. Tardaba máximo tres segundos en cada flor. Era rapidísimo.
Mientras contemplaba el espectáculo, Cortés especulaba sobre lo inusual de su presencia casi nocturna: “es posible que este colibrí sepa que a esta hora y en este lugar no hay tanta competencia y puede consumir bueno”. Simultáneamente, yo estaba sorprendida por lo inadvertidos que resultan ser los complejos y fascinantes espectáculos biológicos que ocurren a la vuelta de un arbusto.