Cinco años después de que el mundo se aislara de manera preventiva por la pandemia del COVID-19, aún no comprendemos la dimensión de los impactos que dejó este evento global. Mientras llegaban noticias de hospitales a reventar en Europa, donde escaseaban ventiladores y las unidades de cuidados intensivos no daban abasto, se aconsejó a los pacientes no visitar los centros de salud a menos que fuera un caso de extrema urgencia. Años más tarde, las cifras nos muestran los efectos de esas decisiones.
Parte de esos datos los recoge la Alianza Ágora, una de las investigaciones más amplias, interdisciplinarias y rigurosas realizadas en el país sobre la gestión de la emergencia sanitaria, que presentó esta semana investigaciones sobre los impactos y los aprendizajes que dejó la pandemia en el sistema de salud. Esta alianza, liderada por la Pontificia Universidad Javeriana y dirigida por Zulma Cucunubá —actual directora del Instituto de Salud Pública de la universidad—, fue financiado por el Ministerio de Ciencias y consolidó, durante más de 30 meses, el trabajo colaborativo de más de 60 investigadores de la Universidad de los Andes, la Universidad Industrial de Santander, la Universidad del Rosario, la Cuenta de Alto Costo (CAC) y el Instituto de Evaluación Tecnológica en Salud (IETS).
La iniciativa se estructuró en torno a cinco líneas de trabajo: modelamiento epidemiológico, análisis territorial de los sistemas de vigilancia, evaluación del impacto económico del cáncer, capacidades sanitarias y tecnológicas, y comunicación del riesgo. Entre los diversos hallazgos de estas líneas, este artículo se detiene en los relacionados con enfermedades de alto costo y cáncer, por el peso específico que estas condiciones adquirieron durante la pandemia y por las lecciones que dejaron para futuras contingencias sanitarias. Si quiere saber más sobre el proyecto Ágora, vea más aquí.

Enfermedades de alto costo y cáncer
Durante el periodo más crítico de la pandemia, las enfermedades crónicas y de alto costo enfrentaron una disrupción profunda en sus rutas de atención. Las cifras evidencian una fuerte reducción en la detección oportuna y el seguimiento clínico, así como un incremento en las desigualdades de acceso, lo cual se tradujo en mayor mortalidad y mayor presión sobre los recursos del sistema de salud.
En el caso de los cánceres, el confinamiento y la sobrecarga de los servicios médicos condujeron a una caída significativa en la cantidad de nuevos diagnósticos, especialmente de cáncer de próstata y linfomas. Lejos de ser una disminución real en la incidencia, se trató de un colapso de los servicios de tamizaje. Como explicó Ana María Valbuena, directora médica de la Cuenta de Alto Costo (CAC), durante el evento, “la interrupción del tamizaje significó que muchos casos no se detectaran a tiempo, lo que derivó en un aumento en la mortalidad por diagnósticos tardíos”.
Otro hallazgo fue el aumento de las inequidades. Las personas afiliadas al régimen subsidiado tuvieron más dificultades para acceder a diagnósticos tempranos y llegaron en etapas clínicas más avanzadas. Esto se reflejó con particular intensidad en tumores gástricos, prostáticos y colorrectales. Para Valbuena, estos resultados “nos recuerdan que cualquier plan de preparación ante emergencias debe contemplar estrategias focalizadas en las poblaciones más vulnerables”.
No obstante, la misma pandemia mostró que algunos programas sí lograron adaptarse con éxito. Un ejemplo paradigmático fue el de la hemofilia. Gracias a una estructura organizacional previa, centrada en el tratamiento domiciliario y el trabajo interdisciplinario, los pacientes con esta enfermedad lograron mantener su continuidad terapéutica. El uso de esquemas autoadministrados aumentó en un 17% y el abordaje integral creció en un 20%. “La experiencia con la hemofilia demuestra que los programas clínicos bien estructurados tienen una capacidad de adaptación crucial en contextos de crisis”, señaló Valbuena.

En paralelo, el análisis económico desarrollado por Daniel Medina, exinvestigador del Instituto de Evaluación Tecnológica en Salud (IETS), proporcionó una dimensión complementaria a estos hallazgos. Según Medina, entre abril y junio de 2020, las atenciones oncológicas —consultas, cirugías y terapias— sufrieron caídas de hasta 64%, lo que generó un aumento correlativo en la mortalidad de hasta 55% dependiendo del tipo de tumor. “La atención se restableció progresivamente a lo largo de 2021, pero muchos pacientes regresaron con estadios más avanzados de la enfermedad, lo que elevó los costos clínicos y financieros de forma considerable”, explicó el investigador.
Medina identificó que el gasto medio por paciente oncológico se incrementó en un 30%, mientras que el gasto agregado para los seis tipos de cáncer priorizados (mama, pulmón, colorrectal, próstata, cérvix y estómago) creció en un 70% en los años posteriores a la pandemia. Aunque una parte de ese aumento responde a la incorporación de nuevas tecnologías, el mayor componente provino de la atención acumulada de casos más complejos por el retraso diagnóstico.
Ante este panorama, Medina propuso una ruta de tres frentes para responder a futuras contingencias: en primer lugar, asegurar la continuidad de la atención a través de modelos de telemedicina, centros satélite y provisiones estratégicas de medicamentos; en segundo lugar, descentralizar la red oncológica para garantizar el acceso en regiones periféricas; y finalmente, fortalecer los sistemas de información para que sean interoperables y permitan priorizar de forma dinámica a los pacientes de mayor riesgo. “Sin datos en tiempo real, el sistema actúa a ciegas y llega tarde”, concluyó Medina.
Ambos especialistas coinciden en una conclusión fundamental: el diagnóstico tardío no solo incrementa la mortalidad, sino que también impone una carga insostenible para el sistema. Un meta‑análisis publicado en The BMJ (Hanna et al. 2020) demostró que un retraso de cuatro semanas en la cirugía oncológica eleva el riesgo de muerte entre un 6 % y un 8 %, y que para ciertos esquemas de radioterapia o quimioterapia la cifra puede llegar al 9‑13 %. Estos resultados son coherentes con los datos analizados por la Alianza Ágora.

La ruta hacia el futuro
Las propuestas derivadas de este análisis apuntan a prioridades estratégicas que se alinean con lo aprendido durante la pandemia. Primero, consolidar y escalar los programas clínicos que mostraron mayor adaptabilidad y eficacia, como fue el caso de la hemofilia. Segundo, institucionalizar los instrumentos regulatorios que demostraron ser útiles durante la emergencia sanitaria, como las circulares 017 y 030, que facilitaron el uso de telemedicina y la atención domiciliaria. Tercero, cerrar brechas estructurales: ampliar el talento humano en oncología, mejorar la calidad de las pruebas diagnósticas y garantizar que los datos circulen con oportunidad para una toma de decisiones ágil y precisa.
Con la participación de más de 60 investigadores y más de 40 instituciones, la Alianza Ágora dejó como resultado un libro colectivo con más de 70 autores y 30 capítulos, además de cuatro artículos científicos publicados y otros cuatro en proceso. Su enfoque incluyó también la formación de talento humano y la apropiación social del conocimiento, con la elaboración de 10 documentos de política pública. Sin embargo, su mayor legado no está solo en la producción académica, sino en haber generado evidencia concreta para fortalecer el sistema de salud colombiano. La apuesta es convertir ese conocimiento en acción, asegurar que las lecciones aprendidas perduren y construir una respuesta futura más sólida, articulada y equitativa frente a nuevas emergencias sanitarias.