El 26 de abril de 1986 ocurrió una catástrofe sin precedentes en un rincón del norte de Ucrania. Ese día, el reactor número cuatro de la central nuclear de Chernóbil explotó tras una cadena de errores técnicos y humanos durante una prueba de seguridad. Fue el peor accidente nuclear civil de la historia, y dejó consecuencias que siguen teniendo implicaciones tanto ambientales.
Hoy, 39 años después, los ecos de ese desastre atómico resuenan en medio de otra amenaza: la guerra. A medida que la ofensiva de Rusia sobre Ucrania se intensifica —con un reciente diluvio de 70 misiles y 145 drones que golpearon Kiev—, el temor se reaviva: ¿qué pasaría si una bomba cae sobre Chernóbil?
La pregunta no es retórica. En febrero de 2025, un dron ruso impactó el revestimiento exterior del Nuevo Confinamiento Seguro, estructura que cubre el reactor dañado desde 2016 y que fue diseñada para contener la radiactividad residual de Chernóbil. Aunque las autoridades aseguraron que no hubo fugas de radiación, el incidente demostró lo frágil que es una contención física frente a una confrontación armada en curso.
Pero ¿por qué Chernóbil sigue siendo un lugar peligroso casi cuatro décadas después? ¿Qué significa que aún haya radiación? Para entenderlo, hay que mirar al átomo.
Lo que ocurre dentro del núcleo
Para comprender por qué sigue habiendo radiación en Chernóbil, es clave entender qué sucede en el corazón mismo de la materia: el núcleo atómico. Todo lo que nos rodea —incluidos nosotros mismos— está hecho de átomos, que son unidades diminutas compuestas por un núcleo central, formado por protones (con carga positiva) y neutrones (sin carga), rodeado por electrones. “Si el átomo fuera una cancha de fútbol, el núcleo sería la punta de un alfiler”, ilustra el físico nuclear Wilmar Rodríguez, profesor del Departamento de Física de la Pontificia Universidad Javeriana. Aunque el núcleo es apenas una fracción del tamaño total del átomo, contiene una cantidad de energía inmensa. Esa es la energía nuclear.
Algunos núcleos son más “inquietos” que otros. Por ejemplo, el del uranio-235, que es el que se suele usar para generar energía nuclear luego de un proceso fundamental llamado enriquecimiento. “El uranio-235 tiene una propiedad fascinante”, explica Rodríguez, “cuando lo bombardeamos con un neutrón lento, su núcleo se parte en dos y libera más neutrones, que a su vez pueden partir otros núcleos, generando una reacción en cadena”.
Esa cadena, si se controla, es lo que ocurre dentro de un reactor nuclear. El calor que se produce calienta agua, se forma vapor, y ese vapor mueve turbinas para generar electricidad. “En términos simples —agrega Rodríguez—, un reactor nuclear es como una bomba en miniatura, pero diseñada para no explotar, sino liberar energía poco a poco”, añade. El problema en Chernóbil fue precisamente la pérdida del control de esta reacción en cadena, lo que llevó a una liberación masiva de sustancias radiactivas.
¿Por qué sigue habiendo radiación en Chernóbil casi 40 años después?
La radiactividad es energía que proviene de núcleos atómicos inestables y se libera en forma de partículas o rayos muy energéticos. Al atravesar el cuerpo humano, puede alterar el ADN de las células, causando desde quemaduras hasta mutaciones o enfermedades como el cáncer. Su peligrosidad depende del tipo de radiación, la dosis y el tiempo de exposición.
Cuando ocurrió el accidente, una gran cantidad de sustancias radiactivas se esparcieron por el aire y se depositaron en el suelo, el agua, los árboles y los animales. A diferencia del humo, que desaparece rápido, estos elementos tienen lo que los científicos llaman tiempo de semivida: el período que tarda la mitad de una sustancia radiactiva en desintegrarse. Como lo explica Rodríguez: “Hay núcleos atómicos que se desintegran en fracciones de segundo, y otros que tardan miles de años. Por eso, la radiación no desaparece de un día para otro. Depende de las propiedades del núcleo que se liberó”.
Uno de los contaminantes más comunes en Chernóbil es el cesio-137, que tiene una semivida de unos 30 años. Eso significa que hoy, casi 40 años después, todavía queda alrededor del 44 % de la cantidad original. Pero el mayor problema está en elementos como el plutonio-239, que tiene una vida media de 24.000 años. “Eso, en términos prácticos, significa que no va a desaparecer nunca. La única forma de que no represente un riesgo es que esté en concentraciones bajísimas”, analiza el físico nuclear.
El riesgo también viene del entorno. El suelo y los bosques están salpicados de partículas contaminantes que podrían liberarse otra vez si hay incendios o si se alteran los sedimentos. Por eso se construyó un nuevo confinamiento metálico en 2016 que cubre el viejo sarcófago de hormigón: una especie de escudo gigante que protege al mundo exterior y permite trabajar de forma remota dentro del reactor dañado.

Radiación y guerra
La radiación ya es un riesgo por sí sola. Pero en tiempos de guerra, se convierte en una amenaza aún mayor. En condiciones normales, científicos y organismos internacionales monitorean constantemente los niveles radiactivos. Sin embargo, la invasión de Rusia a Ucrania desató escenarios difíciles de controlar.
En febrero pasado, Ucrania denunció que un dron ruso impactó el escudo antirradiación de la central nuclear de Chernóbil. De igual manera, la planta de Zaporiyia, la más grande de Europa, ha sido escenario de intensos intercambios de fuego entre tropas rusas y ucranianas, encendiendo las alertas sobre el peligro de una catástrofe nuclear.
Las estructuras que protegen reactores como los de Chernóbil están diseñadas para resistir el paso del tiempo, pero no el impacto de misiles. Si un proyectil perforara el sarcófago que encierra los restos radiactivos, podría liberarse material tóxico al ambiente, como ocurrió en 1986, cuando la nube radiactiva se extendió por gran parte de Europa.
El director del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), Rafael Grossi, en sus redes sociales, calificó como “inaceptable” el ataque a su personal en medio del conflicto y alertó sobre la urgencia de prevenir un accidente nuclear. Tanto Rusia como Ucrania se culparon mutuamente por los bombardeos.

En el aniversario 39 del accidente de Chernóbil, la persistencia de la radiactividad confirma que sus efectos no son solo memoria, sino presente. Sumado a un escenario geopolítico volátil, en el que las instalaciones nucleares ya no están fuera del alcance del conflicto, el reciente impacto en inmediaciones a Chernóbil y la intensificación de ataques sobre territorio ucraniano obligan a considerar el riesgo nuclear como parte del tablero de guerra.