El cultivo de la lechuga se remonta 2.500 años atrás, por lo que tanto griegos como romanos la conocieron. Desde entonces, esta hortaliza de hojas verdes ha ocupado un lugar importante en las mesas de diferentes culturas del mundo, como en la colombiana, en donde —según la Corporación Colombia Internacional— el consumo aparente en 2006 se aproximó a 39.800 toneladas, equivalente a 711 veces la producción de oro del país en 2011.
Sin embargo, y pese a la amplia cabida de su cultivo y consumo en el país, sigue constituyendo un producto de cuidado. Una investigación realizada en la línea de investigación de calidad de aguas y lodos del Departamento de Microbiología de la Pontificia Universidad Javeriana devela que existe un gran riesgo sanitario de transmisión de enfermedades de origen hídrico en la sabana de Bogotá por cuenta de este alimento que, durante su periodo de cultivo, es regado con aguas residuales sin tratamiento. Como consecuencia, alberga bacterias, virus y parásitos que pueden resultar perjudiciales para la salud.
En Colombia, el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible se interesó en la evaluación de este riesgo por lo que, en el marco de un proyecto más amplio que incluyó pesticidas y metales pesados, contrató a la Universidad Nacional de Colombia, y esta a su vez delegó la investigación del riesgo microbiológico a la Javeriana, por su trayectoria en evaluación microbiológica y toxicológica de la calidad del agua utilizada para riego agrícola.
De este modo, entre los años 2009 y 2010, la profesora María Claudia Campos —bacterióloga y doctora en biología— desarrolló un estudio enfocado en la evaluación del riesgo por riego con aguas residuales de las hortalizas, en un cultivo seleccionado de lechuga en el Centro de Investigaciones Agropecuarias Marengo (CAM) de la Universidad Nacional, ubicado a 14 kilómetros de Bogotá.
“Escogimos un cultivo de lechugas porque tiene un tiempo entre la siembra y cosecha de un mes, es un alimento que se sirve crudo y es uno de los vegetales más consumidos por la población”, explica la investigadora, quien añade que, durante un mes consecutivo y durante tres periodos de cosecha, se tomaron muestras del agua con que se regaba el cultivo, así como del suelo y de las lechugas.
Bacterias, parásitos y virus al acecho
El estudio de las muestras develó que el agua de riego —proveniente del río Bogotá— tiene una alta concentración de bacterias: alrededor de diez mil, o incluso un millón, por cada cien mililitros. Estas cifras superan las directrices de la Organización Mundial de la Salud (OMS), entidad que sugiere un máximo de mil bacterias por cada cien mililitros para el riego de este tipo de cultivos.
Si bien el alto número de bacterias en estas aguas resulta alarmante, la investigación encontró que cuando los microorganismos llegaban al suelo su número se reducía, debido al cambio de las condiciones ambientales que encuentran, como la humedad, la temperatura, la acción de los rayos solares y el pH (medida de acidez). Esto afecta sus posibilidades de supervivencia, que también pueden prolongarse en cosechas que son regadas de manera permanente.
Campos indica que, “si bien no encontramos altas concentraciones de bacterias en las lechugas, sí encontramos virus y parásitos, ya que son más resistentes a las condiciones ambientales y a los procesos de desinfección. De hecho, con muy pocos virus y parásitos se pueden generar infecciones o enfermedades de origen hídrico, como diarrea o hepatitis”.
Estos microorganismos provienen de la materia fecal, pues habitan dentro del intestino; no obstante, cuando son expulsados, se convierten en patógenos (originan y desarrollan enfermedades). Una vez se eliminan, van por el agua a los sistemas de alcantarillado y finalmente a los ríos, cuyas aguas luego son utilizadas para riego agrícola. Esta práctica es común en todo el mundo, con la diferencia de que las aguas residuales se someten, en la mayoría de los casos, a tratamientos previos para reducir la contaminación y evitar el riesgo sanitario.
De otro lado, la Procuraduría General de la Nación señala que, aunque el país cuenta con sistemas para tratar el 20% de las aguas residuales producidas en el área urbana, la utilización efectiva de dichos sistemas cubre apenas un 10%, debido a fallas en la operación o a falta de mantenimiento. Esto deja ver que la calidad del agua es baja y aún no existe una respuesta adecuada por parte de las autoridades para mejorar esta problemática.
Lo que resulta aún más inquietante es que, según la investigadora, en el ciento por ciento de las ocasiones, el riego agrícola se hace con aguas contaminadas o que han tenido un uso previo. Esto implica la necesidad de insistir en la instauración de mejores prácticas agrícolas, con el propósito de que garanticen no solo cultivos buenos, en cuanto a la calidad de los productos, sino que también sean seguros para los consumidores, porque “naturalmente encontramos que existe un riesgo sanitario de transmisión de enfermedades por el consumo de alimentos que ya vienen contaminados de las granjas o fincas donde se cultivan”.
¿Un colombiano entre diez mil?
Con base en estudios epidemiológicos y microbiológicos, la OMS establece que se puede aceptar un riesgo de que una persona entre diez mil se enferme al consumir un alimento que está contaminado, pero la decisión final es de cada país ya que debe garantizar los mecanismos para cumplir el objetivo. Por ejemplo, en Estados Unidos se busca que ninguna persona se enferme por cuenta de este tipo de alimentos contaminados.
Para alcanzar este riesgo, los estudios sugieren la necesidad de asegurar que el agua residual se trate antes de llegar a los ríos. En Colombia la cobertura es muy baja, por lo que resulta difícil lograr la meta de riesgo determinada por la OMS. “Estamos muy lejos de un tratamiento adecuado de aguas residuales, así que habría que tomar otras medidas para mejorar la situación, por el momento”, señala la profesora Campos.
El estudio microbiológico sugiere entonces dos posibilidades concretas: realizar el riego de cultivos con agua tratada de buena calidad y cosechar el alimento cuatro o cinco
días después de haber hecho el último riego. En este lapso los microorganismos podrían morir por cuenta de los rayos del sol, cambios de temperatura y otros factores ambientales, con lo cual se disminuiría el riesgo de contaminación.
Una vez en manos del consumidor, la investigadora apunta que se debe mantener refrigerada la hortaliza y, cuando se vaya a consumir, realizar un buen lavado. ¿Qué significa esto? Separar las hojas de la lechuga y ubicarlas en una solución de agua con gotitas de cloro, lo cual elimina parte de los microorganismos. Posteriormente, es conveniente volver a lavar con agua potable.
“Si en toda la cadena productiva de las hortalizas —desde el cultivo hasta el consumo— se lograra establecer una serie de pautas de cuidado y de higiene, el riesgo de adquirir enfermedades, por cuenta de los virus, parásitos y aun de las bacterias, disminuiría drásticamente”, concluye la investigadora. Se trata, pues, de medidas iniciales para en- marcarnos en el riesgo de que un colombiano entre diez mil se enferme por el consumo de hortalizas, o disminuya el porcentaje de trasmisión de enfermedades por cuenta del riego con aguas residuales.
Para saber más:
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- » Campos, C. (2008). “New Perspectives on Microbiological Water Control for Wastewater reuse”. Science Direct, De- salination 218: 34-42.
- » Cárdenas, M., Moreno, g. & Campos, C. (2009). “evaluation of Fecal Contamination Indicators (Fecal Coliforms, Somat- ic Phages, and Helminth eggs) in ryegrass Sward Farm- ing”. Journal of Environmental Science and Health 44 (3) (parte a): 249-257. disponible en: https://dx.doi.org/10.1080/10934520802597846. recuperado en: 20/09/2013.