En las últimas semanas los temas de la tierra en Colombia han despertado toda clase de debates. El gobierno de Gustavo Petro llegó con un discurso diferente al de sus antecesores en materia agrícola, ganadera, de explotación y distribución. Por eso no han parado las discusiones en el ámbito legislativo, académico y de opinión pública respecto a la reforma agraria.
El pasado 11 de octubre se aprobó en primer debate en la Cámara de Representantes el proyecto de acto legislativo 173 de 2022 que establece una jurisdicción agraria, un tipo de justicia que crearía jueces especializados para resolver problemas y conflictos de propiedad, tenencia y uso de la tierra en el país.
Hasta ahora se dio el primero de ocho debates, pues implica una reforma constitucional. Los impulsores de la ponencia fueron las bancadas del Partido Conservador y del Pacto Histórico.
Este se suma a otros anuncios del gobierno central, como la entrega y titulación de cerca de 700 000 hectáreas a campesinos mediante el Fondo de Tierras, mecanismo creado por el Acuerdo de Paz, o la alianza alcanzada con la Federación Colombiana de Ganaderos – Fedegan — para que el Estado les compre cerca de tres millones de hectáreas que pasarían a ser utilizadas en agricultura.
Pesquisa Javeriana habló con Juan Felipe García, director y profesor del Departamento de Filosofía del Derecho de la Pontificia Universidad Javeriana sobre la jurisdicción agraria y los retos que enfrentan este y otros programas del gobierno para el campo colombiano, con lo que ha llamado, la puesta en marcha de la reforma rural integral.
¿Por qué es necesario que exista una jurisdicción agraria en el país?
Es un anhelo desde los años 30 del siglo XX, es decir, vamos a cumplir 100 años aspirando a esa jurisdicción. Frente a la tierra hay muchos conflictos y los resuelve el ejecutivo, esto ha hecho que el manejo esté muy ligado al gobierno de turno. En la historia del país, los gobiernos liberales avanzan con una perspectiva más progresista y garantista para los que no tienen tierra. En los gobiernos más conservadores se retrocede o incluso se detienen este tipo de procesos.
Como hay un enorme vacío frente a los conflictos por la tierra, históricamente se han solucionado a machetazos y escopetazos. Si alguien quiere acudir a la vía judicial, solamente lo puede hacer ante la jurisdicción contencioso administrativa, —la que juzga las controversias originadas en la administración pública— que está totalmente congestionada.
Por eso la necesidad histórica, y lo hemos dicho desde hace años en la academia: el país requiere jueces que resuelvan los conflictos en la ruralidad. En estos momentos no los está resolviendo ningún juez, ni siquiera el Estado. Los están resolviendo, desde hace mucho tiempo, actores armados al margen de la ley.
¿Cuáles son esos conflictos que enfrenta la reforma agraria?
Son de varios tipos. El primero que plantea el sector más convencional de los analistas es el de formalización de propiedad en las zonas rurales. O sea, quién es y cómo se hace a la propiedad de la tierra. Ahí se deben definir las reglas. Si es el Estado, si un campesino por haber ocupado un terreno por un determinado periodo de tiempo se hizo a esa propiedad, si es baldío —propiedad del Estado—, si hay una ocupación debe definir si tiene fundamento jurídico, etcétera. Así se planteó en los años 30: resolver quién tiene el título de propiedad sobre un predio rural.
Hay otras visiones. Hoy los conflictos ya no son tanto por propiedad, sino por uso. Aquí tenemos grupos de campesinas, campesinos y étnicos que históricamente han estado asentados y reclaman autonomía para definir qué hacer con el suelo.
Yo creería que la jurisdicción que creemos podría ampliar el espectro de conflictos para que sean unos jueces especializados quienes resuelvan si hay una explotación adecuada de la función social, ecológica y un uso ambiental adecuado. Todo esto es parte de los debates que se vendrán en la discusión legislativa.
Hay mucha discusión sobre el acuerdo con Fedegan, ¿en qué consiste?
Durante los últimos cincuenta años, con unos incentivos desde la política pública para que hubiera ganadería extensiva, se acapararon algunas de las mejores tierras del país. Muchos de esos predios eran ocupados históricamente por campesinos, pero por distintas vías, se fueron despoblando las tierras más productivas agropecuariamente hablando. Se calcula que el ganado que existe podría estar en la mitad de las tierras que actualmente poseen.
El nuevo gobierno hizo una negociación con la Federación Colombiana de Ganaderos –Fedegan, para que las mejores tierras se pongan en el mercado y a disposición de la reforma agraria. Eso era lo que estaban pidiendo los campesinos desde hace mucho tiempo.
Para crear confianza, el gobierno realizó una concesión, que ha sido muy criticada, y es que legalmente existe una figura jurídica llamada la función social de la propiedad. Con esta se puede hacer una evaluación productiva para saber si se está haciendo una explotación adecuada. Si se determina que no es así, esa propiedad puede pasar directamente al Estado. El gobierno Petro se comprometió a no usar esa figura de extinción de dominio por una explotación económica, a cambio de que algunas de esas tierras se pongan en el mercado.
¿Cómo se articula esto al anuncio de entrega y formalización de 700 000 hectáreas para campesinos mediante el Fondo de Tierras?
Esto también se deriva de los acuerdos de La Habana. En el punto uno del Acuerdo de Paz se habla explícitamente de un banco de tierras de tres millones de hectáreas para distribuir a la población campesina que no ha tenido tierra productiva.
Sonó mucho en la opinión pública el acuerdo con Fedegan. Pero el ángulo de la noticia es desde el punto de vista histórico. Nuestras investigaciones sobre la reforma agraria en Colombia muestran una constante, y es que los ganaderos fueron uno de los mayores opositores a que una reforma de este tipo se llevara a cabo.
El mismo gremio ganadero habla en sus estadísticas de tener apropiadas el 70 % de las hectáreas productivas del país. Eso no es gratuito. En 1970, con la llegada de Misael Pastrana Borrero, se desarrolló la operación Colombia, una estrategia económica que pretendía dejar solo el 5 % de la población en el campo y que el país estuviera dedicado a la economía vacuna. Esto que tenemos hoy fue planificado desde un sector productivo muy influyente. Por eso es histórico este anuncio.
¿Cuáles son los desafíos de estas estrategias en el panorama grande de la reforma agraria?
El primero de todos, el financiero. El Estado necesita encontrar el dinero para comprar. ¿Cómo están las arcas del Estado? Sabemos, por los anuncios, que hay un ministro de hacienda que quiere mantener una regla fiscal muy estricta, controlar el gasto. Eso llevó a que la ministra de agricultura, Cecilia López, anunciara que quizás la meta de tres millones no es tan viable. En los cálculos se habla de que podrían invertir anualmente unos siete billones de pesos para lograr algo así como 500 000 hectáreas por cada año de gobierno.
Un segundo desafío está relacionado con los estudios jurídicos de la procedencia de estos bienes. Parte de nuestras investigaciones muestran que algunos valles productivos de las mejores tierras fueron objeto muy deseado por capitales provenientes del narcotráfico. Las acapararon mediante compra o también con la acción de grupos paramilitares. El reto gigante es que las tierras que se van a entregar no permitan una operación de lavado de activos.
El Gobierno ha dicho que hay buenos aprendizajes de lo que se ha avanzado en restitución de tierras y que consideran identificadas las zonas en donde sucedieron los despojos. Nuestras investigaciones se apartan un poco y creemos que debe haber otros filtros. Hay muchas zonas del país en donde la restitución no ha llegado. Todavía hay presencia de grupos armados al margen de la ley que precisamente están protegiendo esos territorios como botines de la guerra del narcotráfico.
Además, en una historia de más de cuarenta años de lavado de activos, hay unos territorios en donde la red de testaferrato es tan amplia y fortalecida, que a los ojos del más crítico y agudo revisor, se pueden filtrar propiedades que tengan ese origen.
¿Esta estrategia es sostenible a mediano y largo plazo?
Las reformas agrarias exitosas a nivel mundial están muy ligadas a que se entregue a los campesinos espacios con los que tengan alguna vinculación cultural. Decirle a un campesino de las llanuras del Caribe, el Valle del río Sinú, del bajo Magdalena que hay tierras muy productivas en el Valle del Cauca —para que vaya— es muy complicado. Que las áreas rurales para hacer la reforma coincidan con un vínculo cultural, histórico, de presencia antropológica va a ser muy problemático.
Pero hay una alerta que debemos hacer. Tantos años de conflicto armado, tanta guerra en el campo, cincuenta años con una intensidad que no ha cesado y la discriminación histórica contra el campesinado han hecho que el campo se haya despoblado y que las juventudes campesinas no tengan incentivos para recibir esas tierras.
Si no implementamos una reforma rural integral que tenga visión con las nuevas generaciones campesinas para que desarrollen proyectos productivos, lo que va a pasar es que quienes van a recibir son mujeres y hombres campesinos entre los 40 y 60 años, personas que están en la última etapa productiva. Tenemos que imaginarnos a unas juventudes campesinas que puedan dialogar con el futuro, con emprendimientos que estén conectados con los mercados globales.
En este contexto, ¿qué pasa con las ocupaciones de tierras que se han presentado en los últimos meses?
Ese es otro conflicto territorial muy hondo. Han sido muchos años en que el Estado formal no proporciona mecanismos de resolución de conflictos para los pueblos étnicos, indígenas y afro. Mas bien, le reconoce y privilegia los derechos de unos grupos humanos que vienen de afuera, sobre los que han habitado los territorios por siglos. Por ejemplo, el Estado protege y ampara todos los derechos de una empresa de hidrocarburos que viene a asentarse en un territorio mediante la figura de propiedad privada. Pero para los campesinos que históricamente han estado ahí, no hay ninguna forma jurídica de reconocimiento.
Se suman al problema las rutas del narcotráfico, los cultivos ilícitos. Ese es el caldo de cultivo para que los conflictos se resuelvan a palo, a golpes, a balazos. ¿Quién resuelve los conflictos? El más fuerte.
El Estado tiene bloqueos para reconocer las formas de territorialidad de los grupos que habitan históricamente nuestro territorio. Antepone formas de ordenamiento que se piensan desde Bogotá, desde el centralismo. Pareciera que hay un Estado enfrentado a su población o demasiado ortodoxo e inflexible para reconocer otras formas de pensar el territorio.
¿Qué tanto optimismo debería haber con estos anuncios de reforma agraria que ha hecho el nuevo Gobierno?
Creo que hay una voluntad política de parte de un gobierno que se ha presentado como progresista. El optimismo depende de que esto pase de ser una idea de país de un sector a que sea una idea de Estado, de nación. De eso depende el éxito. Se cree que, porque hay un gobierno que proyecta la paz, todos los otros gremios, y otros sectores están de acuerdo. Lo que pasó con el plebiscito, una sociedad civil totalmente fragmentada frente a la paz como proyecto de nación.
Por eso el pacto con los ganaderos es tan importante y genera tanto optimismo, porque ese sector había sido el opositor acérrimo histórico a una reforma agraria como elemento central de la paz desde el frente nacional, desde la planteada por los presidentes Lleras. Pero no creo que a punta de solo voluntad de un gobierno progresista podamos construir el objetivo de la paz. Necesitamos tener un consenso nacional.
Por supuesto, eso no va a pasar de la noche a la mañana, ni por unanimidad total. Todo eso va a pasar en discusiones, pero lo que necesitamos es que esas visiones diferentes sean civilizadas, de convivencia, con respeto y allí vamos a ir encontrando un macro consenso nacional que nos puede dar un poco más de aire para pensar que sí es posible la paz entre nosotros.