Con un drama romántico, situado en la Zaragoza de la Edad Media, se inauguró en Bogotá el TeatroMunicipal el 15 de febrero de 1890. Los espectadores capitalinos presenciaron El trovador, de la compañía italiana de ópera Azzali, que, en medio de ovaciones y aplausos, expuso lo mejor de su arte. La apertura de este reconocido escenario artístico, y la del majestuoso Teatro Colón dos años después, iniciaron una serie de transformaciones en el movimiento teatral decimonónico de la ciudad. Así lo devela Alexandra Martínez, profesora del Departamento de Sociología de la Pontificia Universidad Javeriana. En su investigación, “La representación teatral como práctica cultural: el Teatro Colón y el Teatro Municipal en Bogotá, 1890-1910”, asegura que estos cambios suponen una revaloración del público como consumidor cultural; es decir, de un público con disposición estética y cierta autonomía, en un contexto en el que se articulan tres instancias: la del Estado, la del mercado y la de la crítica.En el marco del grupo de investigación Conocimiento, Cultura y Sociedad, la investigadora se interesó en la representación teatral como práctica cultural, aunque también reconoce la importancia transformadora de otras expresiones como el arte, la música y la literatura. Después de analizar archivos, periódicos y cartas de las décadas de 1890 y 1900, Martínez estudió categorías analíticas propias de las ciencias sociales, como el público, la crítica y la formación de escenarios desde la sociología, para los representativos teatros Colón y Municipal.
Las transformaciones en la representación teatral
Ciertos historiadores consideran que en el periodo de fines del siglo XIX y comienzos del XX no se produjeron ni montaron muchas obras de teatro en el país, debido a que durante la Regeneración, gracias al poder otorgado por los gobiernos conservadores a la Iglesia, hubo una fuerte regulación del mercado simbólico y cultural. “Tampoco fue tan así”, advierte la investigadora, y añade que la apertura de los teatros Colón y Municipal “se dio en medio de una sociedad con una vida religiosa activa donde también existían grupos opositores, como liberales o conservadores moderados, que ejercían tensiones frente al régimen regenerador. Se trata de un proyecto centralizador y modernizador del Estado en el marco de la Regeneración”.
En este contexto, la institucionalización de estos reconocidos espacios teatrales generó un cambio significativo en la práctica teatral, que habría dejado de ser privada y de responder únicamente a intereses particulares que regulaban qué y a quiénes se presentaba, como era frecuente desde la segunda mitad del siglo XIX. Pasó de tener lugar en galleras viejas, patios de colegios o fiestas privadas de la élite, entre otros, a desarrollarse en espacios instaurados y regulados por el Estado. Esta conversión hacia lo público forma parte del movimiento relacionado con la configuración de una ciudad moderna, burguesa e ilustrada.
La investigación también destaca el rol de estos escenarios como espacios públicos de encuentro de personas de diferentes clases sociales. Ya el reconocido cronista caucano José María Cordovez Moure, había señalado que el teatro estaba dividido en tres filas: en la primera, se ubicaba la élite; en la segunda, la clase media, y atrás, la clase más baja. La investigadora sostiene que esta división se puso de manifiesto en ambos teatros (recientemente convertidos en íconos modernos de la construcción).
Por ejemplo, en la época, el público considerado como popular era asistente asiduo del Teatro Municipal, donde se privilegiaba la programación de zarzuelas. Paulatinamente, se señaló a este público como carente de gusto, pues dicho género era considerado arcaico. En contraposición, obras de tipo dramático —por sus características literarias y dramatúrgicas— comenzaron a ser consideradas como superiores, y constantemente formaban parte de la programación del Teatro Colón. No obstante, el Municipal fue más influyente y tuvo más presentaciones en el periodo de estudio. Aun teniendo menos espacio y lujo en sus instalaciones, contaba también con la asistencia de clases altas dado su carácter de lugar de esparcimiento.
Cabe resaltar la transformación en la regulación temática del Estado sobre qué se presentaba. En el teatro colonial, por ejemplo, las representaciones buscaban instruir a la sociedad en la religión. En el independentista, se tenía un fin de instrucción política más marcado, y las obras referían con frecuencia a la necesidad de que las colonias permanecieran vinculadas con la Corona. En este caso, las obras de origen nacional eran sometidas a sanciones frecuentes por parte de la Junta de Censura, que debía determinar el valor para los ciudadanos y evitar comentarios políticos o religiosos, por posibles interpretaciones de la obra contrarias a la institución o a los intereses dominantes.
El público que ahora es cliente
Nuevos elementos definen el público de la época de estudio en contraste con aquel formado en la Colonia y durante el siglo XIX. Según explica la socióloga, los nuevos escenarios teatrales permiten un consumo cultural de tipo comercial estimulado por prácticas modernas de mercado. Es decir, en los espectáculos teatrales se formó un ejercicio crítico de quien, al pagar por ver un espectáculo que antes era gratuito, exige y aprende de las prácticas, los modos y modales de este tipo de eventos, ahora abiertos al acceso masivo. Si el público paga para asistir a la función de teatro debe tener mejores condiciones en el escenario y en las representaciones, porque constituye “la autoridad”, y su forma de resistencia podría consistir en dejar de ir al espectáculo. En este sentido emerge una noción de mercado más moderna que abre espacios para el debate de lo público, así como para sus cualidades y características.
Como parte del proyecto modernizador del Estado, en las representaciones teatrales se lleva a cabo la formación de la capacidad crítica para comentar una obra, para decir por qué es buena o mala, y sobre esos criterios decidir qué es lo que debe o no gustar. Esta capacidad está muy ligada a la categoría de gusto estético que regula y sanciona comportamientos vinculados a la apreciación de las obras realizadas. Martínez advierte que en este punto es importante establecer la diferencia entre un público espectador o receptivo que debe ser educado o normado y un público crítico que instaura los moldes que deben formar al primero, lo que era evidente a mediados del siglo XIX y fue reactivado a finales del mismo siglo.
Igualmente, esta transformación se dirige a la otra novedad: la inclusión del público “inculto” dentro de la crítica, en un proceso de formación inicial de un público de masas, que se desarrolla posteriormente en el transcurso del siglo XX. En este punto, el control de gestos como la risa y los aplausos, dependiendo de su intensidad y forma, significa y otorga autoridad de categoría del juicio. En consecuencia, el criterio de si el público es popular o no se reconoce por este tipo de gestos; por ejemplo, si el aplauso es mesurado y corto, suele ser considerado de “buen gusto”. Esta inclusión formó parte del proceso “culturizador” del contexto, en el que ciertos sectores establecieron parámetros de gusto y apreciación, con ideales de modernidad y civilización.
Así se devela el tránsito de una sociedad decimonónica y politizada a otra en la que se articulan las instancias del Estado, el mercado y la crítica, bajo ideales modernizadores europeos. En este punto emergió en la representación teatral capitalina el sentido de lo público, derivado del acceso a bienes culturales como espectáculos abiertos a cualquiera. El espectador, además de ser asistente comenzó a ser cliente, y paulatinamente a desarrollar cierta actitud crítica en relación con la programación y los géneros presentados en cada uno de los teatros.
“Se trata de una mirada distinta y no totalizadora”, afirma la investigadora, quien señala que las caracterizaciones sociológicas de la representación teatral de este periodo son un aporte a los estudios interdisciplinares del tema que vinculan las prácticas culturales con el pasado. Así interrelaciona la producción artística con elementos fundamentales de la sociedad capitalina actual, que mantiene su debate sobre lo público, el sentido del “gusto” y la crítica.