Cuando el aire es tan helado que su humedad se condensa en la punta de la nariz, quien respira sabe que está en el páramo. En lo alto de la cordillera, la niebla cubre y desnuda las montañas. A lo lejos, los pajonales y frailejones se mecen con el viento, pero un punto negro se rehúsa a seguir la coreografía. Se acerca y la silueta va definiéndose hasta hacer inconfundible a este habitante del páramo: el oso andino, también conocido como oso de anteojos.
Así, al menos, fue para mí la primera vez que vi un oso andino (Tremarctos ornatus). ¿Tendré la misma suerte este día? Me preguntaba en la madrugada en la minivan de Parques Nacionales Naturales de Colombia mientras subíamos, periodistas e investigadores, al páramo de Chingaza, ubicado en las cordillera de los Andes a tan solo 36 kilómetros de Bogotá, entre los departamentos de Meta y Cundinamarca. Nos embarcamos en una jornada de monitoreo, necesaria para conocer el estado de las poblaciones de este animal.
La especie del oso andino es Tremarctos ornatus. Es el único miembro no extinto de su género. Su pariente más cercano, el oso de hocico corto de Florida, desapareció en el Pleistoceno.
Sentado en la silla más incómoda iba un hombre que, con pasión casi religiosa, estudió a estos silenciosos hijos del páramo durante veinticinco años sin siquiera verlos una vez. Su fe se basa en rasguños en los árboles, puyas despedazadas, fecas casi inoloras y videos de cámaras trampa. Su nombre es Robert Márquez y su celular está repleto de todos los videos de colegas que, aunque estudien otras cosas, sí han logrado ver a un oso.

Por suerte, su mala racha se quebró a finales del año pasado cuando, en compañía de Arley Muñoz, la persona que probablemente ha visto más veces a osos andinos en Colombia, lograron ver a una madre y a sus crías a algunos pasos del Centro Administrativo de Monterredondo, en el corazón de Chingaza. Desde entonces, Márquez ha visto al oso en tres ocasiones, que han servido como leña para alimentar su pasión, siempre lejana de extinguirse. “Verlo fue una alegría similar a la de tener éxito en trabajos de conservación del oso”, recordó en diálogo con Pesquisa Javeriana.
Es temprano y el sol todavía no irrumpe en el cielo nublado. No hay nadie dormido en la mini-van. Los mil y un datos de Márquez son más potentes que el café para mantener a un montón de periodistas despiertos: “¡Yo hablo mucho porque de pequeño me vacunaron con la aguja de un gramófono!”, bromea.
El vehículo de Parques Nacionales pasa de la carretera pavimentada hasta La Calera —municipio contiguo a Chingaza—, a una trocha destapada que bordea las ruinas de la cementera La Siberia. En ocasiones, las piedras golpean la parte baja del auto, pero este jamás se detiene. Sus ventanas dejan ver cómo el paisaje va cambiando con las horas, de extensos potreros les sigue un tupido bosque andino, y a medida que avanza el camino pareciera que los árboles van disminuyendo su tamaño hasta convertirse en un arbustal de páramo. En este punto, de vez en vez, se asoman frailejones de tallo largo y delgado, que parecen custodiar el aura sagrada de la alta montaña.
Una breve pausa en el puesto de control de Piedras Gordas anuncia que ya estamos en el Parque Nacional Natural Chingaza (PNN Chingaza). Dos venados de cola blanca son su generosa bienvenida, pastan y caminan hacia el auto, donde todos se agolpan en las ventanas en busca de la fotografía perfecta. Después de algunos minutos dan la vuelta y sus pintorescos rabos se ocultan entre la vegetación.

La marcha sigue, aún queda una hora para llegar a Monterredondo. El peso de la madrugada somete a investigadores y periodistas por igual. Todos intercalan entre ver el asombroso paisaje y acurrucarse en su chaqueta para dormir.
A las diez de la mañana la minivan cruza el puente del río Chuza —el mismo que llena el embalse de Chuza— y que abastece de agua a Bogotá, y al fin llegamos a la sede de Monterredondo. Sus edificaciones, sencillas pero modernas, están siendo adaptadas para recibir a los turistas que deseen pasar la noche. Actualmente cuenta con un sendero habilitado al público, que permite ver al imponente embalse desde lo alto de la montaña.
En Colombia ya no se le llama oso de anteojos al oso andino, pues la población colombiana muchas veces no tiene manchas blancas que rodeen sus ojos.
El auto nos descarga en la boca de un camino destapado. Del cielo bajan chispas de agua, lo suficientemente pequeñas como para no molestar y lo suficientemente grandes como para empapar a quien les dé la oportunidad. Todos se atavían de botas, sombrero y capas de lluvia y los camarógrafos alistan sus cámaras en caso de que la presencia del oso andino bendiga al grupo de caminantes.
De otro auto salen cuatro hombres que no habíamos visto antes. Sus uniformes, aptos para las ocurrencias del páramo, hacen que su trabajo sea fácil de adivinar: son los guardaparques encargados de seguir las huellas del oso andino. Se trata de Óscar Raigozo, Juan Camilo Bonilla, y, por supuesto, el mítico Arley Muñoz, más conocido por el viral video de un osezno trepando frailejones en el PNN Chingaza. Al grupo se suma Andrés Melchor, experto en campo de la Alianza para la Conservación del Oso Andino (ABCA), gran aliado de Parques Nacionales Naturales.
La caminata comienza a paso tranquilo por una trocha que encuentra su final en un pajonal cortado por una delgada y larga línea que parece hecha con guadaña, pero no. “Esto es un camino por el que el oso y otros animales transitan de vez en cuando”, comenta Raigozo. No hay dudas, en él comienzan a aparecer los primeros indicios de la presencia del oso andino.
Los comederos que se encuentran en el camino recuerdan a los platos sucios que los humanos dejamos en la cocina. En su mayoría, son un reguero de hojas de puya, una enorme bromelia de páramo, que ha sido despedazada por el oso, que se come solo el corazón y la parte basal de las hojas, que quedan deshilachadas. Son estas las partes más nutritivas de la planta.

Aunque las puyas sean apetitosas, en Chingaza el último furor gastronómico ha sido el frailejón. Es símbolo de la bonanza del oso andino, que no suele comerlo. La hipótesis es la siguiente, según explica Márquez: la población de osos ha crecido tanto en los últimos años que se han visto obligados a explorar otros recursos alimenticios.
Por ejemplo, el oso andino ocasionalmente come ganado. Cuando lo hace, en la mayoría de las ocasiones, se trata de cadáveres medio descompuestos de alguna res olvidada por sus dueños, generalmente en predios colindantes con el hábitat del oso. Pero, así como cuando un intolerante a la lactosa se come un flan de caramelo, la carne de vaca les da gastritis y una diarrea tan fétida que, en palabras de Márquez, “eso es lo único que ruego no encontremos hoy”. Motivo por el que los osos no frecuentan este alimento y prefieren comida de origen vegetal, como frutos, puyas y frailejones.
La creciente población de osos no solo ha afectado su dieta. En términos de espacio, parece que el PNN Chingaza se le está quedando pequeño a los cerca de 60 osos que lo habitan. Cuando una casa es demasiado chica para una familia, no hay mejor opción que mudarse, por lo que algunos de estos mamíferos están migrando a otras áreas protegidas, como el PNN Sumapaz, ubicado entre 44 y 88 kilómetros al sur de Chingaza.
Para asegurar su movimiento, que incluye travesías montaña abajo por bosques, cultivos y potreros, es indispensable que la conectividad entre estos parches de hábitat sea apropiada. La conectividad ecológica, explica el ecólogo y profesor javeriano Camilo Correa, es la capacidad del paisaje para mantener flujos ecológicos. Tal como asegura el biólogo y guardaparques Bonilla, entre los flujos que ocurren con la mudanza de los osos andinos está la dispersión de semillas y el intercambio genético entre poblaciones, que asegura individuos sanos y adaptables en las generaciones venideras.
Garantizar el bienestar de páramos como Chingaza implica cuidar otras regiones del país. “Gran parte del agua que se evapora de la Amazonía viaja hacia los Andes a través de los famosos ríos voladores y se descarga en los páramos en forma de lluvia. Es por eso que la deforestación tiene tantas repercusiones en el mantenimiento de bosques de niebla y páramos”, destaca Correa.
Si bien el oso andino es considerado un animal de la alta montaña, hay registros de estos animales desde los 200 hasta los 4.750 metros sobre el nivel del mar.

La caminata continúa por la orilla del río Chuza, donde se han visto osos pescando. Repentinamente, los guardaparques que encabezan el grupo se detienen. “Ahora vamos a entrar al bosque a buscar el camino más transitado por el oso”, murmuran. El grupo trepa por una pared de tierra que lleva al bosque. Una vez arriba, la vista parece sacada de un cuento de hadas. Pisamos una mullida alfombra de musgo verde claro, que se trepa por los troncos de árboles contorsionados e indican la ruta a seguir.
El grupo se adentra en la maraña en línea recta. El bosque es una pista de obstáculos en la que hay que saltar sobre árboles caídos, agacharse para pasar entre las lianas y sortear las raíces que parecen querer hacerle zancadilla al incauto. Los bordes del camino siguen exhibiendo las puyas destrozadas. Parece que estamos cerca.
Por fin, el camino del bosque desemboca en la autopista de los osos, o como lo llaman los expertos, un sendero S1, que sirve como pasadizo para tairas, pumas, pecaríes, venados y, por supuesto, osos. Las autopistas se edifican como un ejemplo de la forma en que los animales cambian la estructura de los ecosistemas que habitan. Son jardineros y arquitectos. En ellas, el bosque se abre, deja entrar más luz, y permite el crecimiento de plantas que, al interior del bosque, no tienen oportunidad.
Durante el camino, es posible ver los rasguños que tatúan los osos sobre las raíces del suelo.

Es esta la zona con más actividad del trayecto, y los guardaparques lo saben. Unos pasos más adelante del árbol despellejado, han instalado una cámara trampa, de la que colectan una memoria SD para analizarla más adelante. El grupo aún no adivina hacia dónde apunta el lente del artilugio, hasta que Raigozo se adelanta y señala el punto exacto. Se trata de otro árbol, casi descubierto de musgo, excepto por algunos gajos que cuelgan como harapos. Su tronco está cubierto de rasguños y hendiduras. El aserrín se aferra al final de cada agujero. Son los rastros de un oso que estuvo allí hace muy poco, se trepó y luego bajó para seguir su camino ¿Será posible encontrarlo?
Paso a paso, sentimos la presencia del oso más cercana. Los ocasionales comederos ahora aparecen cada dos pasos. Como en ocasiones anteriores, Márquez se detiene en una de las pistas. Esta vez se trata de un árbol grueso e inclinado que parece normal, con una excepción: uno de sus costados está desnudo de musgo. “Acá se ha estado frotando el oso”, declara enérgicamente. Al principio es difícil de creer, pero su mirada, curtida de experiencia, revela la prueba reina de la comezón del oso. Así como los humanos, el oso se ha delatado dejando un pelo negro enredado en la corteza del árbol.
Los osos no son los únicos animales que dejan marcas sobre los troncos. Los pumas, por ejemplo, también disfrutan de treparse en los árboles, sin embargo, las marcas que estos hacen en los troncos son extremadamente delgadas, como las que causaría una navaja. Las de los osos son más gruesas, y crean un surco en forma de V. Al pasar las manos por la superficie, es posible atrapar algunos de los pelos, muy útiles para hacer estudios genéticos.

Es la hora de emprender el camino de regreso a Monterredondo. Los pies han agarrado más experiencia y ya no tropiezan. La rivera del río Chuza muestra otra de sus caras a los viajeros cansados y pone bajo sus pies fósiles acuáticos de formas acaracoladas que ayudan a subir los ánimos.
Una vez en Monterredondo, Bonilla inserta la memoria de la cámara trampa en el computador. El proyector muestra, una tras otra, las fotografías que ha tomado, hasta que, de repente, una serie de imágenes muestra un punto negro que se acerca hasta mostrar unos borroneados anteojos sobre la cara del oso andino. Como una animación primigenia, la serie muestra al animal olfatear, inspeccionar el árbol de los rasguños, treparse e incrustar las garras en esas hendiduras que minutos antes habíamos visto dentro del bosque.
Al final del día, habíamos visto al oso a través de otros ojos.