La primera vez que sentí luz del día pude verme rodeado de frailejones. Apenas había nacido. Mi cuerpo frío y translúcido se escurría a través de la vegetación hasta llenar un par de lagunas en medio del pequeño páramo de Guacheneque. Reposé tranquilamente mientras miraba al cielo unos instantes, hasta que escuché una voz gruesa en la orilla. “Mire, mijo. Acá es donde nace el río Bogotá”, provenía de una figura enruanada en compañía de un niño que veía su imagen a través de mis aguas. Sumergió su pequeña mano en ellas y murmuró algo que pude entender: “es tan lindo”. Así fue como aprendí mi nombre.
Una fuerza gentil me arrastró fuera de la escena. Me deslicé montaña abajo y vi como los frailejones desaparecían del paisaje. Eran reemplazados por arbustos y amplios potreros donde pastaban vacas sedientas de mí, de mi agua, la que compartían con cultivos de papa encajados en la falda de la montaña.
Las casas también se hicieron cada vez más frecuentes hasta dominar el panorama. Ya no había césped, sino cemento. Estaba, según mis cálculos, en la parte urbana de Villapinzón. Durante este pequeño recorrido me había sentido fresco y profundamente deseado por todo ser vivo que me rodeaba, pero ahora, pasando entre el pueblo, sentía que corrientes malolientes y turbias se unían a mi cuerpo. Ellas estaban llenas de contaminación proveniente, dicen, de las actividades hogareñas.
Pero mi camino seguía. Y cuando pensaba que el mal momento había terminado, que podría fluir e hidratar a todo lo que se cruzara por mi camino, ¡no! Este era apenas el comienzo.
A ambos lados de mi cauce se elevaron construcciones a las que llegaban pieles de vaca listas para ser curtidas y convertidas en cuero. Arrojaban en mis aguas todos los desechos del proceso, como carne y sangre, o sales y sulfuros. Claro, algunas curtiembres me ensuciaron más que otras, pero poco importaba, ya todos los peces que antes navegaban y surcaban mis olas habían muerto y mis aguas desprendían un mal olor que me acompañaría hasta mi desembocadura. Empecé a sentirme un poco mal.
Con mi llegada a la sabana mi figura cambió. En la montaña era más bien recto, pero ahora estaba lleno de curvas. Las lluvias y sequías hicieron que mis aguas se extendieran y así fue como en el camino que iba recorriendo se formaron los humedales.
A mis ojos mi geometría era bella, hermosa, tal como dijo el niño cuando me vio en el páramo. Pero ya llegando a otras tierras parece que no era del agrado de algunas personas. Y lo que antes era un poco torcido y con curvas, se convirtió en un cúmulo de rectas quebradas por ángulos rectos. Estas cirugías menoscabaron la capacidad que tenía para limpiar mis aguas de todo lo que habían arrojado en ellas.
Cuando llegué a Chocontá me encontré con un grupo de personas de bata blanca, guantes y artilugios que no supe identificar. Tenían ojos tristes y se rascaban la cabeza con preocupación. Ahí lo supe, me encontraba gravemente enfermo.
Rápidamente, construyeron plantas de tratamiento en los municipios por los que seguía mi recorrido. Estas almacenaban las aguas residuales en piscinas gigantes donde miles de millones de microorganismos trabajaban día y noche para descomponer todos los desechos y limpiar el agua que, finalmente, se dirigía hacia mí.
Pero su capacidad no fue suficiente. El tratamiento no estaba funcionando para mi enfermedad. Y en mi paso por Suesca, Sesquilé, Cajicá, Chía y otros municipios, recibí más desechos y vertimientos industriales. Aunque debo confesarles que no todo fue malo, en este tramo hice varios amigos: los ríos Neusa y Teusacá, que habían nacido en páramos pequeños, tal como yo, y se unieron a mi travesía antes de llegar a uno de mis puntos más oscuros: Bogotá.
La vi desde lejos. La gran ciudad extendía sus calles de concreto hasta donde llegaba la vista. El miedo me sobrecogió e intenté aferrarme a las orillas, pero mi propia corriente me obligó a enfrentar la gran bestia capitalina. Entré en sus dominios silenciosamente, observé a las personas ir de un lado al otro, todas frenéticamente sincronizadas bajo un reloj que parecía correr más rápido que en cualquier otro lugar.
Mi rivera se llenó de empaques plásticos que caían sobre mí y me atragantaban. A lo lejos escuché el rumor de otro río que se acercaba, era el río Salitre cantando lánguidas trovas de su paso por Santa Fe, Chapinero, Teusaquillo, Barrios Unidos, Engativá y Suba. Más adelante se sumó el río Fucha, y un poco después, el Tunjuelo. Los tres compartían una historia similar, en principio solo recibían aguas lluvias, pero la mala planeación les había dado una puñalada por la espalda mezclándolos con aguas negras. “En un futuro”, me dijeron, “habrá una gran planta de tratamiento que nos devolverá la pureza”.
Cuando por fin salí de Bogotá, avancé unos cuantos kilómetros hasta que me dividí en dos, una parte siguió por mi cauce natural y otra se desvió hasta verse represada en un gran cuerpo de agua que apestaba todo a su alrededor: el Embalse del Muña. Desde allí corrí con gran velocidad a través de turbinas generadoras de energía para la capital.
Y mientras bajaba por la cordillera oriental, entre potreros y bosques nublados, mi mente se dejó llevar por la belleza del paisaje, tanto que no me di cuenta de que el piso había desaparecido bajo mis pies. Me vi gritando mientras caía por el gran Salto del Tequendama. En un abrir y cerrar de ojos ya había chocado con la base de la cascada, pero no sentí dolor, es más, me sentí lleno de oxígeno y vitalidad.
Seguí bajando por la montaña, a través de Cachipay, Anapoima y Apulo, cada uno con sus aguas contaminadas. En Tocaima volví a encontrar la calma de la sabana, tomé forma de serpiente y llené todo de humedales. Cuando llegué a Girardot fui guiado a través de un grupo de lagos que me ayudaron a purificarme antes de llegar al río más grande que había conocido: el río Magdalena.
Así como el río Neusa y el río Tunjuelo se habían unido a mí, había llegado la hora de unirme a él. Sentí mis aguas negras amalgamándose con sus aguas blancas, y poco a poco me dejé llevar por la promesa de que, algún día, iba a ser uno con el agua de mar.
Este cuento fue escrito por Mariana Díaz, estudiante de Ecología y Biología en la Pontificia Universidad Javeriana, monitora de Pesquisa Javeriana.