La mañana del 26 de agosto de 2023 el desierto de la Tatacoa me eligió a mí para contarme uno de sus secretos. Había pasado la noche en el Hotel El Ruby, en la vereda La Victoria, que hasta hacía muy poco ni siquiera aparecía en Google Maps. Así de abandonada ha estado esta parte de Colombia.
La vereda queda en el departamento del Huila, a más o menos 30 minutos del municipio de Villavieja, a una hora de Neiva.
El sol y la tranquilidad son quienes cobijan desde temprano este lugar. La mayoría de las personas amanecen horas después de que empiezan a salir los rayos de luz, y con ellas, sus ganas de trabajar de manera que todo sea sin afán.
Eso sí, a cada rato se escuchan los perros callejeros defendiendo la vereda de las pocas motos, carros y autobuses que, con sus viejos motores, eventualmente pasan por la única vía principal.
Ese coro de ladridos fue también el que me recibió a mí junto a mis compañeros de la clase de Crónica y Reportaje de la Pontificia Universidad Javeriana, luego de un viaje de más de siete horas en bus desde Bogotá.
La preparación para la Tatacoa
el 27 de agosto, desde temprano el sol empezó a calentar sin piedad las 35 000 hectáreas de desierto en las que pronto nos íbamos a adentrar. Sabía el tipo de vestimenta que debía seguir porque la noche anterior nuestro guía, Andrés Vanegas, fundador del Museo de Historia Natural La Tatacoa, nos advirtió que eligiéramos ropa cómoda y que nos cubriera del sol.
Así que, siguiendo sus indicaciones, me puse unos leggins, top deportivo, encima una camiseta manga larga que me podía quitar y poner cuando me sintiera sofocada durante la caminata, y unos buenos tenis aptos para escapar corriendo de los exóticos, coloridos y grandes insectos que sabía que nos iban a perseguir.
Mientras me dirigía hacia el restaurante a una cuadra del hotel, no paraba de preguntarme qué nos iban a ofrecer al desayuno para alimentarnos bien, pues íbamos adentrarnos en el desierto y lo mínimo era tener la barriga bien llena. Al llegar a la mesa apareció Mari, una de las meseras, y me preguntó si tomaría jugo de mora o chocolate: ¡Teníamos opciones!
Minutos después regresó Mari cargando en cada una de sus manos un delicioso plato con huevos revueltos y una mini arepa de maíz, la cual terminé compartiendo con uno de los perros del hotel que estaba mendigando comida. Pero que el muy jodido ni la probó.
Empieza la travesía
Habíamos quedado de encontrarnos a las 7:30 a.m. en el Museo de Historia Natural La Tatacoa, el mismo lugar en donde sin saberlo, iba a ser fotografiada para la posteridad unas horas más tarde. Al menos para la posteridad de la clase de la Javeriana.
El Museo es una casa mediana, color crema, con un cartel al lado derecho de la puerta de entrada de más dos metros, el cual ilustra un poco de lo que se encuentra al ingresar al museo.
“Exposición territorio fósil”
“Historias vivas”
“¡Ven a conocerlo!”
Pero lo que captó toda mi atención fue el cocodrilo gigante antes de la entrada. No pude resistirme a una sesión de fotos antes de arrancar la travesía.
Esta escultura de casi dos metros representa en tamaño real el cráneo de un caimán gigante, Purussaurus Neivenis, que habitó la Tatacoa hace trece millones de años. Como afortunadamente es de plástico, pude acomodar cómodamente mi cabeza dentro de su bocota abierta, acariciar sus escamas, sentir los dientes afilados contra mi barriga y verlo a los ojos con profundidad.
Tras mi corta sesión de fotos ya estaba lista para la travesía. El destino principal era la localidad de San Borja, una zona ubicada al norte del desierto y, además, con bastante riqueza fósil.
¿Qué pasaría si encontraba un fósil? Era la pregunta que volaba en mi cabeza, mientras escuchaba a Andrés de fondo dando instrucciones.
Empezamos caminando hacia el lado opuesto del hotel, y en menos de cinco minutos ya habíamos salido de la vereda y nos adentramos en territorio desértico. Éramos 15 estudiantes en total caminando en parejas por la estrechez del sendero.
A lado y lado se veían árboles flacuchentos, unos con más verdes que otros, pero todos con alguna utilidad escondida. Uno de estos árboles era el Cruceto que las familias de la vereda en diciembre decoran y adornan para celebrar la navidad.
Mi favorito fue la Ceiba bruja, que a diferencia del Cruceto, tiene un aspecto más llamativo y ni hablar de su tamaño. Puede llegar a medir en promedio lo mismo que un edificio de tres pisos. Un gusto que parece que comparto con el ganado que busca con frecuencia refrescarse bajo su sombra.
Seguimos caminando, pero por primera vez en compañía de la brisa que sentía pasando por debajo de mi cuello, dándome aliento para seguir.
Me deslumbró una planta larga de la que se desprendían flores amarillas y algunos frutos morados: la Uña de gato. Un nombre chistoso, pero acertado a la vez por sus espinas curvas y lo mejor de todo es su utilidad. Los pobladores la usan para curar gripes, alergias y otras enfermedades. Ya sabía que tomar en ese caso.
Los cactus resguardan todos los caminos. Uno de ellos el Cardón, es una de las especies más grandes y representativas del desierto, y gracias a su altura, nos resguardábamos bajo su sombra cuando Andrés se extendía en sus explicaciones paleontológicas.
Por otro lado, el Cabecinegro, tiene un cuerpo redondo, un diámetro casi el doble de una pelota de básquetbol. El cactus Candelabro era la especie que más reconocía, y no solamente por su parecido a un candelabro, sino porque es la especie que de tanto verla en internet y en películas, la tenía muy presente en mi memoria.
El desierto
Durante la caminata Andrés nos explicó cómo la Tatacoa solía ser un bosque húmedo tropical, algo completamente distinto a lo que es hoy, un bosque seco tropical. Hace 13 millones de años era un ecosistema más parecido al Amazonas, el entorno era húmedo, con mucha vegetación y ríos, en donde existían miles de especies más de las que habitan la Tatacoa hoy en día.
Se sabe por la cantidad de restos fósiles que se han encontrado a lo largo de casi 100 años de investigaciones paleontológicas: tortugas, cocodrilos, primates, marsupiales y hasta delfines. Sí, delfines.
La historia de cada uno de estos fósiles comenzó con la muerte. Los restos del animal fueron primero cubiertos por sedimentos. Luego sobrevino el proceso de enterramiento, que se da a medida que aumentan los sedimentos y siguen cubriendo el cuerpo del animal haciendo que este empiece a quedar cada vez más por debajo de la superficie.
El tercer momento para la creación del fósil es la litificación, que es cuando los restos del animal se convierten en roca. Después llega el levantamiento, que se da cuando las fuerzas tectónicas repliegan hacia la superficie las rocas que contienen los restos, y finalmente, llega la erosión, que se presenta cuando los restos quedan expuestos en la superficie.
-Llegamos- dijo Andrés.
Estábamos en algún punto de esas 35 000 hectáreas de desierto. A nuestra derecha había un territorio cercado con alambre de púas. Andrés levantó un alambre y nos hizo señas para que pasáramos por ahí.
Todos pasamos arrastrando nuestras rodillas y agachando nuestra espalda y cabeza lo más que podíamos para evitar pincharnos, uno después del otro y, una vez estábamos completos, seguimos caminando.
No lo entendía ¿No habíamos llegado ya? Estaba cansada, me había despertado muy temprano y el sol estaba calentando sin piedad. Lo peor era que no había nubes que nos cubrieran y eso me daba más rabia aún.
Cinco minutos después de habernos arrastrado nos detuvimos nuevamente y todos mirando fijamente a Andrés, lo vimos dirigirse hacia la pequeña montaña que estaba a nuestra izquierda, exactamente a menos de 20 metros de distancia.
-Hay que subir la montaña -, dijo.
No faltaron los gritos ni las quejas por parte de algunas de mis compañeras, aunque las entendía, iban vestidas como si no hubieran escuchado a Andrés la noche anterior. Parecía que iban a una caminata, pero en Cartagena: camisetas manga sisa y shorts. Sin embargo, nuestro guía no les prestó mucha atención y empezó a escalar la montaña. Así que no teníamos más opción que seguirlo.
La competencia
-El que encuentre un fósil se gana un premio del museo- dijo Andrés.
Todos empezamos a preguntar como locos:
– ¿Cómo se encuentra un fósil?
-Andrés ayúdanos.
– ¿Qué forma tienen?
Hasta los menos interesados por la expedición empezaron a mirar hacia abajo, a ver si además de rocas lograban encontrar algo más.
-Estoy viendo muchos fósiles- decía Andrés.
Cada vez que decía eso me daba rabia, ¿cómo era posible que él viera miles y yo ninguno?
-Andrés, ¿esto es un fósil? – le pregunté unas cuatro veces.
-No, eso es una roca- me respondió cuatro veces.
Ya estaba frustrada pero luego, con los ojos casi pegados al suelo, vi una piedra que tenía pinta de ser un fósil. Era una mezcla entre rojos y blancos, era extraña y ya no tenía nada que perder, así que volví a preguntarle ¿esto es un fósil? A lo que me respondió:
-Sí, esto es un pedazo del caparazón de una tortuga-
Una vez me dijo eso, di por terminado mi trabajo paleontológico, había cumplido con el objetivo de encontrar un fósil y al igual que varios de mis compañeros solo quería sentarme a descansar, así que elegí un lugar lo menos rocoso posible.
Juanes, uno de los compañeros que compartía la frustración por no encontrar ni un fósil, se acercó y me pidió que le ayudara a encontrar uno.
Me sentía toda una experta en paleontología así que empecé a mirar sentada en el piso y con mi mano izquierda comencé a mover la tierra y a revisar las piedras que estaban cerca.
Vi una que parecía haber sufrido erosión por lo que no estaba completamente enterrada. No tenía nada que perder así que la jalé y se la entregué a Juanes con la inseguridad de que no fuera un fósil.
Él se la dio a Andrés y le preguntó:
– ¿Esto es un fósil? –
La cara de Andrés cambió por completo y dijo:
-Sí, ¿de dónde lo sacaste? –
Juanes me señaló.
Yo seguí escarbando y me di cuenta de que había más por desenterrar, así que empecé a jalar con fuerza hasta que Andrés me ordenó que me detuviera. Cuando se agachó para verificar de qué se trataba, la mayoría de mis compañeros se acercaron también.
-Aquí hay algo- dijo Andrés.
El fósil
-Sí, es un fósil- dijo Andrés – y está profundo así que vamos a extraerlo.
Eran las 9:00 de la mañana y estábamos a punto de empezar la extracción del fósil. Andrés había llevado una maleta con algunos, solo algunos de los implementos necesarios para la extracción de una pieza como estas: yeso, dos brochas, una espátula, papel higiénico, un martillo, papel aluminio y un medidor.
No tenía las demás porque, estoy segura, nos tenía poca fe; es la verdad, nunca se imaginó que este grupo fuera a encontrar un fósil.
Guantes para poder picar, pegante por si se rompía una pieza, una linterna por si se hacía una excavación nocturna, alcohol para mantener la higiene, una lupa para poder observar mejor, bolsas ziploc para etiquetar y algunas pocas herramientas odontológicas era lo que hacía falta ese día en la maleta a nuestro paleontólogo. Aunque, en realidad no fueron necesarias.
Antes de empezar la excavación, Andrés usó la brocha para limpiar el fósil e intentar descifrar que era. Se dio cuenta que había un pedazo más grande por debajo, el mismo que yo había intentado halar con todas mis fuerzas.
Así que sacó su espátula, la herramienta más delicada de la maleta, para no lastimar el fósil, y fue destapándolo poco a poco. Y, minutos después, insinuó que era el fémur de un perezoso.
Cuando dijo algo distinto al “caparazón de una tortuga” me pareció de no creer. Yo, alguien que no tenía ni idea de fósiles, había conseguido descubrir un pedazo de perezoso de hace más de 13 millones de años. Una especie que ya no está presente en la faz de la tierra.
En ese momento todos estábamos rodeando en un círculo al fémur. Andrés estaba en el medio examinando la pieza y de la nada hizo un círculo estimando la longitud del fósil, sacó el martillo geológico de su maleta que es una herramienta muy parecida a una pica.
-¡AAAAH!- gritó Vanessa, una de las estudiantes que no tenía la vestimenta apropiada e inmediatamente empezó a correr. Detrás de ella se podía ver cómo un escarabajo del tamaño de una bola de golf la perseguía.
-Zzz zzz- se escuchaba.
Todos alarmados salimos corriendo en sentidos contrarios tratando de huir del escarabajo y, por ende, de Vanessa. Empezamos a gritar mientras Andrés nos veía y sólo se reía. Ese animal era algo que en mis 20 años de vida había visto, tenía un color hiperradiactivo, verde tornasol y por como lucía parecía que nos fuera a matar.
-Eso no pica- nos dijo Andrés.
No le creímos y seguimos corriendo hasta que el monstruo desapareció. Luego de eso, más calmados, regresamos al círculo para empezar la excavación.
Desde que Andrés tenía 11 años, siempre le habían fascinado los fósiles. De hecho, fue quien desde chico le enseñó sobre paleontología a su hermano menor Rubén, y juntos construyeron el único museo que tiene hoy su vereda con el deseo de enseñar a otros la historia y los cambios de las especies, los ecosistemas y el clima a lo largo del tiempo.
Andrés empezó la excavación. ¿Hasta dónde? Ninguno se atrevió a preguntarle, simplemente lo mirábamos con asombro y mucha confusión.
Pasaron 10 minutos y su cara estaba llena de gotas de sudor, lo veíamos como jadeaba de cansancio hasta que de un momento a otro paró y dijo:
– ¿Quién quiere hacerlo ahora? – preguntó.
El trabajo no se veía tan complicado, pero no quería intentarlo, y fue solo hasta que todos empezaron a presionarme a que lo hiciera, así que terminé ayudando a la excavación de mi perezoso. No duré ni cinco minutos y se lo cedí a Juanes, que tiempo después se lo entregó a Andrés.
La excavación terminó unos 45 minutos más tarde. El siguiente paso consistió en quitar el exceso de tierra que rodeaba la pieza para dejarla lo más limpia posible y luego hacer el proceso del enchaquetado antes de cargarla de vuelta hasta el museo.
La extracción
Andrés nos entregó a Juliana (una amiga) y a mí el papel aluminio para envolver la pieza. Luego envolvimos todo con papel higiénico mojado. Ese es el enchaquetado, mejor dicho, el proceso que se lleva a cabo para que la extracción del fósil sea efectiva. Éramos Andrés, Juliana, y yo haciendo que el fémur quedara lo más uniforme posible.
Luego de que quedara casi como un huevo de papel higiénico no podía creer todo el proceso que tomaba extraer un fósil. Más de 10 implementos eran necesarios para la excavación, preparación y extracción de un fósil, ¡increíble! y no me podía imaginar las horas que tomaría extraer un fragmento más grande.
Alrededor de las 9:50 de la mañana Andrés sacó el yeso, el último material para acabar con el enchaquetado. Me mostró cómo se envolvía la pieza. Yo solamente lo ayudaba mojando el yeso. A las 10:31 de la mañana, así lo anoté en mi libreta, el yeso estuvo seco. Pero no me contuve y le puse mi marca: una carita feliz.
El perezoso y yo
A las 12:31 frente al mismo lugar donde había iniciado toda esta travesía, en la puerta del Museo de Historia Natural La Tatacoa, Lucía Vargas Salazar, era fotografiada por contribuir al estudio paleontológico de La Victoria, en donde no solamente dan a conocer el pasado, sino también el presente y lo que está por venir.
El museo seguirá existiendo y creciendo cada vez más por todos los fósiles que se encuentran a diario. Mi única preocupación es que sólo a muy pocos en la vereda (sin contar a los hermanos Vanegas) les interesa la paleontología, y es que ni siquiera las escuelas se preocupan por enseñarlo. Por esto creo que es un trabajo difícil y largo para Andrés y su hermano, pero sin duda un reto que decidieron afrontar.