En septiembre finalizó la primera etapa de la construcción de memoria colectiva de la comunidad negra y campesina de Puerto Gaviotas, Guaviare, la cual tomó cuatro años de trabajo y resultó en el libro El vuelo de las gaviotas, lanzado en en la Pontificia Universidad Javeriana. En él participaron investigadores del Semillero Colectivo de Estudios sobre Memoria y Conflicto en Colombia, el Centro de Estudios Sociales y Culturales de la Memoria (CESYCME) de la Facultad de Ciencias Sociales y las comunidades de Puerto Gaviotas y Calamar, en alianza con el Centro Nacional de Memoria Histórica.
El siguiente relato se construyó a partir de entrevistas a los investigadores creadores del libro y su respectiva retroalimentación:
Ver a Don Laureano Narciso Moreno Gómez, miembro y líder del Consejo Comunitario de Calamar, Guaviare, de quien luego sabríamos que es un chocoano, que ha atravesado, durante sus 82 años diferentes territorios del país, que desde joven participó en las luchas sindicales azucareras en el Valle del Cauca, de donde en gran medida surgió su capacidad de planeación y organización. Hombre carismático, un líder nato, apodado ‘Tío Nacho’ por adultos y jóvenes, a quienes reitera: “yo ya estoy terminando mi papel, es hora de que ustedes se apropien y sigan por el camino de la paz y de la recuperación de nuestras tierras”. Verlo exponer cómo su comunidad necesitaba con urgencia dar cuenta de sus luchas, sus resistencias, para tener lo que les pertenecía: la tierra, que en Colombia es la columna vertebral del conflicto. Saber que había viajado más de 10 horas para vernos desde Puerto Gaviotas, y percibir la confianza que nos brindaba, a pesar de que la mayoría de nosotros éramos estudiantes, hizo que no hubiera lugar a dudas. Supimos que nuestra respuesta debía ser sí, un sí sincero y comprometido, a él y a la comunidad negra y mestiza de Puerto Gaviotas y Calamar.
Y eso fue lo que marcó el proyecto de fortalecimiento con el Consejo Comunitario que arrojó, como uno de sus resultados, el libro El vuelo de las gaviotas, el cual no surgió de la intencionalidad del “investigador” desde Bogotá sino de una demanda comunitaria, de una preocupación local por el derecho a la vida; que se entrelazó con las motivaciones de jóvenes que le apuestan a los procesos de investigación como ejercicios de transformación de la realidad social en las regiones del país. Nosotros, que hacemos parte de dos espacios recientes pero potentes: el Semillero Colectivo de Estudios sobre Memoria y Conflicto en Colombia, de la Facultad de Ciencias Sociales de la Javeriana, y el Centro de Estudios Sociales y Culturales de la Memoria (CESYCME) de la Facultad de Ciencias Sociales.
Tras un sí de 12 jóvenes y del profesor Jefferson Jaramillo Marín, lo siguiente fue un viaje de 12 horas para conocer a la comunidad y el territorio. Salimos a las 10 de la noche en bus, llegamos a las 6 a.m. a San José del Guaviare, desayunamos un pescado delicioso en el restaurante El Dorado y luego salimos hacia Calamar, trayecto que dura entre dos y cuatro horas en camionetas D-MAX, dependiendo del estado de la carretera. Como es la zona norte del trapecio amazónico, se sentía la humedad y el calor.
En Calamar, nos reunimos con la comunidad en un salón que había gestionado el Consejo Comunitario. Nos fijábamos en los rostros y las expresiones, en cómo nos transmitían la necesidad de acompañamiento y fortalecimiento para seguir con el proceso de titulación colectiva de tierras a la vez que iban relatando sus propias historias, las historias de sus familias.
Ese día hicimos una especie de pacto, fue el día más importante porque acordamos que la estrategia del proyecto era desarrollarlo conjuntamente, una investigación-acción-participativa que profundizara en los vínculos y en los afectos, y que nos ubicaba a nosotros como facilitadores de un proceso que era de la comunidad. Desde ese momento, mediados de 2015, en el Salón Comunal se leía en las carteleras los acuerdos, compromisos que en un comienzo no eran más que letras en las paredes; sin embargo, bajo los principios ético-políticos del semillero, y teniendo de antesala el desarrollo de los Acuerdos de Paz entre el Gobierno y las FARC-EP, estábamos pactando acuerdos de respeto, confidencialidad, apoyo mutuo y la posibilidad de construir un futuro transformador como una gran familia que trabaja ante la necesidad y que hace de esta una virtud.
Es así como El vuelo de las gaviotas se tejió con las historias de la comunidad y con nuestras inquietudes conceptuales y metodológicas. En ese crisol de narraciones y sentires en el que nos dejaron entrar, al inicio todo giraba en torno a preguntas que nos hacíamos para entender cómo y porqué había pasado lo que sucedió en esta región. Nuestra experiencia en trabajo con negritudes era poca, pero paulatinamente comprendimos sus maneras particulares de habitar el espacio y las facilidades que tienen para transmitir sus vivencias a través de la tradición oral. Esto lo vimos cada vez que hacíamos visitas y estancias, más de 15 en los cuatro años de trabajo; siempre hubo un biche o arrechón para brindar y una gallina o un cachirre para compartir.
Historias de la violencia que sufrió Puerto Gaviotas surgían en torno a un delicioso sancocho de gallina con yuca y arroz. Historias negras. Historias indígenas. Historias de mujeres y hombres. Historias de dolor. Historias de reivindicación. Historias de resistencia. Historias de colonización. Diálogos en torno a un plato caliente, eso era lo que teníamos y éramos, palabras que tejían las historias de Puerto Gaviotas y que las transformaban en cada pronunciación.
Historias en las que descubrimos que en Colombia los territorios se alimentan de otras tierras, de otras costumbres y de otras formas de relacionarse con la naturaleza, pues en Puerto Gaviotas se encontraba población negra que llegó del Valle del Cauca, del Chocó y de Nariño, también había indígenas, campesinos que habían llegado por diversos motivos de muchos lugares de Colombia, algunos venían de Santander, Cali, Antioquia, Boyacá, la región Andina; todos con una misma necesidad: encontrar mejores condiciones de vida y la posibilidad de echar piquita para tener un terreno y montar rancho.
Día a día nos adentramos en un sinnúmero de memorias que llevaron al fortalecimiento colectivo del proceso. Memorias que dialogaban sobre un mismo hecho y cogieron forma en los relatos. Nosotros dialogábamos con las memorias de jóvenes, mujeres, líderes, lideresas, hombres, ancianos, profesores, profesoras, raspachines; lo que propiciábamos eran los espacios de conversación. Sin embargo, no es fácil cuando se trabaja con tantas voces y se busca generar un relato colectivo, tener claro qué es hacer memoria.
El manuscrito de Ostaciana Moreno nos suscitó ese momento de reflexión. Cuando nos sentamos a leerlo descubrimos un relato impactante y doloroso que describía la muerte de un hijo, nos impactó mucho pues habíamos construido una historia que podía revictimizar. Poníamos la atención en sucesos de mucho dolor, y eso nos regresa a la pregunta: ¿Qué es hacer memoria?
Nuestra intención no era revivir hechos atroces sino centrarnos en las historias de vida y rescatar las solidaridades, los repertorios colectivos de amor y las múltiples resistencias. Éramos muy conscientes de que el conflicto en Colombia ha generado millones de situaciones de violencia y dolor, pero no queríamos poner el foco de atención allí. Así que tras discutir reiteradamente, les preguntamos a las mujeres si querían que esa parte de sus relatos siguiera haciendo parte del texto, porque cada historia que lo componía se había nutrido desde los recuerdos de varias personas con coincidencias, dolores, esperanzas, sanaciones, perdones y olvidos estratégicos.
En ese encuentro nos dividimos en grupos. Cada joven escritor, según el relato que había construido, leyó su fragmento a las personas que posiblemente se reconocerían con cada uno de los siete relatos: la de Marceliano Moreno y la lucha de los negros en el Guaviare, la de Ostaciana Moreno y las huellas femeninas de la colonización negra, la de Floro: ¡ya son tres generaciones peleando y corriendo!, la de laa profesora Norelis Mosquera y la colonización educativa del Guaviare, la de los hermanos Rodríguez: de la tierrita a Puerto Morocho, la de Hugo Angulo, el andariego juvenil que se quedó en Puerto Gaviotas, y la de los hermanos Carrizo, entre el miedo y la esperanza..
Cuando las mujeres, ancianos, jóvenes u hombres, escuchaban la lectura e iban ubicándose y reconociendo los lugares por donde transitaron, se sonreían o decían en voz alta: “Esa es mi historia”. Algunos lloraban, otros reían cuando les parecía ver aquellos paisajes que habían descrito en conversaciones, se sonrojaban y decían: “Ahí inicia mi parte”, “Esa soy yo”, “Ese es mi marido”, “Ese es mi hijo”. Eran instantes en que estábamos juntos en un espacio de confianza mutua donde todos construíamos una historia común.
La gente disfrutaba y compartía en torno a sus relatos, los corregían y se entusiasmaban al verse reflejados. Nosotros nos llegamos a sentir creadores de las historias; sus retroalimentaciones, comentarios y aportes nos recordaban que eran memorias colaborativas, que, yendo más allá de la guerra y las situaciones de dolor que genera, estábamos tejiendo un relato a muchas manos.
El vuelo de las gaviotas fue eso, construir y deconstruir una palabra, un gesto, un paisaje, llorar sobre mojado, revivir y resignificar, callar, decidir cuándo contar, qué olvidar o cómo sonreírle al pasado. Siete relatos que visibilizan historias de vida colectivas, historias de esas otras colombias que difícilmente se pueden escuchar en las calles, los parques, los salones, en otros lugares distintos al Salón Comunal en que se gestaron, y que solo son posibles en el encuentro cómplice de comunidades con proyectos de futuro trazados y grupos de investigadores que asumen el fortalecimiento comunitario como un propósito central del ejercicio académico.
El relato con el que cuentan hoy los habitantes de Puerto Gaviotas y que narra sus trayectorias, resistencias y demandas, les permite contar con una nueva herramienta para interlocutar con otras organizaciones, con instituciones del Departamento, alcaldías, asociaciones de negritudes, la gobernación y con otros grupos que quieren hacer procesos de memoria histórica de sus comunidades. Con un testimonio que da cuenta de su condición de sobrevivientes del conflicto armado, de la importancia de haber preservado muchas de sus costumbres ancestrales en una región distante de sus lugares de origen y de la necesidad de la titulación colectiva de las tierras que antes habían habitado, como parte de los procesos de reparación colectiva en un país que demanda memoria pero olvida con sistematicidad. La comunidad actual de Puerto Gaviotas y quienes tuvieron que abandonar ese territorio se han fortalecido y algunos tejidos sociales vuelven a tenderse en la posibilidad de un retorno.
Don Laureano dice agarrando el libro en lo alto: “Esta es la bandera del Guaviare, esta es la bandera de la paz en el Guaviare”. Y al llevar el libro a buen término podemos estar seguros de que cumplimos el papel como parte de la academia: fortalecer y aportar a procesos comunitarios sin crear relaciones extractivas, dependientes y paternalistas, por esto decimos que creemos en una academia crítica que dialogue con las agendas de las comunidades.
Miembros del Semillero Colectivo de Estudios sobre Memoria y Conflicto en Colombia: Johana Paola Torres, Luis Fernando Gómez, Diego Mauricio Fajardo, Diana Paola Salamanca, María Alejandra Grillo, Juliana Cubides, Marcos Alejandro Daza, Tomás Vergara, Daniel Ortiz, Laura Alexandra Valencia, Andrés Pacheco, Jefferson Jaramillo, Juan Sebastián Torres.
Sobre esta experiencia, el CESYCME produjo un documental que puede consultar aquí.
Acceda al libro resultado de la investigación aquí.
* María Gabriela Novoa es coordinadora de Comunicaciones de la Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Javeriana.