Todos los animales dejan un rastro durante su paso por la tierra. Puede ser la huella de un jaguar en el barro selvático, la concha de un caracol sobre la playa, o un fósil milenario de dinosaurio escondido bajo la tierra. Pero los humanos somos distintos. Aunque nuestros pies también dejen huellas y las esquirlas de nuestros huesos puedan ser descubiertas milenios después de habernos ido, quizás la mayor señal de nuestro paso por este planeta será la cantidad de desechos o residuos que producimos.
Los derrames de petróleo, las basuras, y la contaminación del agua por sales o los metales utilizados en la minería, generan drenajes, es decir, aguas contaminadas que dejan grandes cicatrices por toda la Tierra. Por eso, hay quienes investigan cómo podemos revertir o minimizar estos daños con la ayuda de unos aliados diminutos: los microorganismos.
Este es un proceso conocido como biorremediación por emplear organismos (como bacterias y hongos), y es uno de los campos de estudio de Fabio Roldán, profesor del departamento de Biología e investigador de la Unidad de Saneamiento y Biotecnología Ambiental de la Pontificia Universidad Javeriana. Desde su formación en microbiología e ingeniería ambiental, ha trabajado por encontrar formas de degradar e inmovilizar los residuos dañinos de la minería de carbón y otros procesos extractivos.
Las bacterias nos ayudan a borrar los rastros de la minería
La extracción de carbón comprende más de la mitad de la minería en Colombia y según el Ministerio de Minas y Energía, se posiciona como la segunda exportación en el país, sólo superada por otro producto proveniente del subsuelo: el petróleo. Sin embargo, llevar lo que ha estado bajo tierra por millones de años a la superficie tiene un alto costo para la naturaleza.
Durante el proceso de minería, el subsuelo y material extraído son expuestos al oxígeno, agua y microorganismos presentes en el ambiente. La actividad microbiana y las reacciones químicas que se producen por esta interacción generan drenajes, y en algunas ocasiones estos pueden ser muy ácidos, lo que disuelve los metales, haciendo que pueda acabar incorporándose a fuentes hídricas y suponer un altísimo riesgo para el medio ambiente y los seres humanos. “Ese pH ácido del agua hace que los metales que están bajo tierra se empiecen a solubilizar y generen estos drenajes de en ocasiones de color amarillo (por la alta concentración de hierro), lo que resulta en un problema muy grande”, explica Roldán.
No obstante, existen microorganismos que pueden tomar estos compuestos y degradarlos muy lentamente hasta un punto en el que dejen de ser dañinos, o en el caso de los metales, lograr inmovilizarlos.
La biorremediación se enfoca entonces en utilizarlos de distintas formas para acelerar ese proceso. “Nosotros lo que hacemos es tratar de trabajar con el metabolismo microbiano. Tengo mi contaminante, tengo el ambiente y tengo mis microorganismos, y veo cómo los microorganismos se comen el contaminante que está en el ambiente, como lo utilizan en su metabolismo y cómo interactúan con el ambiente. Debemos estudiar las interacciones entre estas tres cosas”, continúa.
Según Roldán, en la mayoría de los casos, ya hay microorganismos nativos capaces de degradar y utilizar los contaminantes, sólo hay que proveerles la “comida” correcta para acelerar el proceso. “Esto se llama bioestimulación y consiste en identificar cuál es el factor limitante para las bacterias y hongos presentes en el sistema. Hay que saber cuánto carbono, nitrógeno o fósforo necesitan, y si alguno de estos nutrientes falta, se debe introducir para tener un balance de masas. Así como uno no puede tener un almuerzo de sólo arroz, también necesita su proteína y su verdura”, bromea.
Por otro lado, está la bioaumentación, que consiste en introducir microorganismos externos cuando el contaminante es demasiado tóxico o necesita de un metabolismo especial para degradarlo. Pero Roldán tiene sus dudas sobre qué tanto funciona este proceso. “Nosotros tratamos de limitar la adición de microorganismos externos. Hacia los años 80 y 90 se vendían muchas bacterias supuestamente capaces de degradar todo, pero con los avances en la biología molecular nos dimos cuenta de que los microorganismos nativos eran los que hacían todo el trabajo y estábamos pagando un precio carísimo. Entonces nunca nos ha funcionado como quisiéramos.”
Los biorreactores: purificadores biológicos
Roldán, junto a la profesora de la Universidad Central Yaneth Vásquez, y otros investigadores de varias universidades, han venido investigando en el tratamiento de los drenajes ácidos de minas (DAM) generados durante la extracción del carbón. En su último proyecto crearon una planta para tratar los drenajes ácidos de los complejos mineros de carbón en Samacá, Boyacá.
Para esto, se utilizaron biorreactores, unos recipientes cerrados con capacidad de almacenar 220 litros de agua, que contienen los nutrientes y las condiciones óptimas para el crecimiento de microorganismos nativos capaces de neutralizar e inmovilizar los contaminantes. “Un biorreactor tiene una cantidad de materia orgánica, que sirve de comida, los microorganismos, agentes neutralizantes que suban el pH y gravilla como soporte”, aclara.
El drenaje pasa a través de estos reactores y, si todo funciona bien, la digestión de los microorganismos desata una cadena de reacciones químicas que acaban inmovilizando a los metales pesados y demás contaminantes, disminuyendo la acidez del agua y minimizando su impacto ambiental.
No obstante, el microbiólogo resalta que se debe tener un balance delicado de nutrientes para asegurar la vida útil del reactor. “Cuando uno hace mercado, lo primero que se come son las chucherías, porque es lo más fácil de comer. Las bacterias hacen lo mismo, entonces hay que tenerles materia orgánica fácilmente asimilable, como el compost, al igual que otras fuentes de comida a largo plazo, como el aserrín y el estiércol, que requieren tiempo y de otros procesos para degradarse.”
Los biorreactores han sido el resultado de un arduo trabajo en el que Roldán ha estado involucrado desde el 2008. Empezó desde la caracterización química de los drenajes, pasando por pruebas de laboratorio para encontrar las condiciones óptimas para degradarlos y culminando en un trabajo en campo con una empresa minera de Samacá, donde pudieron poner a prueba la efectividad de sus reactores.
“Nosotros pasamos de la caja de Petri a la retroexcavadora. Ya no eran reactores de pocos litros, ahora nos tocaba mezclar volúmenes gigantes de aserrín o de compost. Tuvimos que acondicionar un área en la mina y enfrentarnos a un montón de aspectos ingenieriles, como la forma en que se debían poner los reactores o si se taponaban”, cuenta.
A pesar de esto, los biorreactores no sólo eran muy efectivos disminuyendo la acidez y removiendo metales, sino que fueron una enorme fuente de conocimiento sobre las bacterias que crecían en ellos y su metabolismo. “Vimos que se sube el pH y la alcalinidad, y logramos una buena remoción de hierro y zinc. También fuimos sacrificando algunos reactores con el tiempo para ver qué pasaba fisicoquímicamente en ellos, y qué tipos de metabolismos bacterianos estaban ocurriendo. Este fue uno de los artículos que publicamos”, añade.
Todo este proceso ha dado el material para publicar más de ocho artículos hasta la fecha, y Roldán sigue investigando nuevas formas de lidiar con los rastros que quedan de extraer lo que está en las entrañas de la tierra. Según él, el objetivo de la biorremediación es dar el primer paso: limpiar a la naturaleza para que esta pueda retornar a su estado original. Así, tal vez nuestro paso por el planeta pueda dejar un rastro distinto.