Como un caballo de paso cae la lluvia sobre las tejas de zinc del municipio de Samaná, en Caldas; son las dos de la mañana y Adela no pega el ojo, quizá porque solo unos ganchos de metal y un par de ladrillos sostienen el techo de su casa o tal vez porque sabe que en cualquier momento un grupo armado podría tumbar la puerta de su hogar para usarlo como trinchera.
Adela se mueve de lado a lado sobre su cama, está incómoda; se inquieta con el tic tac de las manecillas del reloj, al mismo tiempo que empieza a sudar frío. De repente escucha cómo una multitud de botas negras, de caucho, se acercan hacia ella. No van caminando, parece que fueran trotando. Se abre la puerta y en un parpadeo ella ya está acostada sobre el suelo. El latido de su corazón se acelera, se hace cada vez más fuerte, más rápido. Sin esperarlo ruge el cielo, cae un rayo que estremece la tierra e inmediatamente abre sus ojos.
Era solo un sueño, una mala jugada de su memoria, la misma que le recuerda que este tipo de escenas fueron una realidad en el corregimiento de Berlín, su hogar, entre 1998 y mediados del 2005. Fue testigo del conflicto armado entre paramilitares y la guerrilla; según ella, la violencia llegó al municipio de Samaná a mediados de los 90 cuando la roya hizo que la producción de café cayera y los campesinos trabajaran en la siembra de hoja de coca como actividad productiva alterna.
Sin saberlo, esto llevó a Berlin a quedar en medio de una confrontación por el control territorial entre el frente 47 de las FARC, liderado por alias ‘Karina’, y las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, lideradas por Ramón Isaza. No obstante, la fuerte presencia militar del Estado diezmó la guerrilla y condujo a los paramilitares a su entrega en el proceso de Justicia y Paz en 2008.
Durante los siguientes años, campesinos de veredas como La Reforma, Lagunilla y Piedra Verde retornaron a la región con el deseo de pisar nuevamente sus tierras y encontrar en ellas, y en la construcción de megaproyectos como La Miel I, hidroeléctrica de Isagen, una nueva forma de sustento y vida.
‘Adelita’, como le dicen sus vecinos, recuerda haberlo visto todo. Fue testigo del desplazamiento de amigos y familiares por causa de amenazas, miedo y la dispersión de glifosato para erradicar los cultivos ilícitos en sus fincas. Esta dura situación no fue impedimento para que viera crecer a sus hijas y nietas, tres generaciones de Adelas que, aunque diferentes entre sí, comparten las mismas pasiones: la cocina y el arte.
Ellas tienen un estilo propio cuando de preparar un plato se trata. Adela, quien ahora es abuela, es experta haciendo arepas blancas. Primero muele el maíz, lo mezcla con sal y agua, lo amasa y lo pone sobre el fuego; los huevos son la especialidad de su hija, ella los bate con papa y espinacas tomadas de la huerta y los riega sobre el sartén. La menor tiene ‘el toque’ del aguatinto, una tintilla color canela: una cucharada de café por dos pocillos de aguapanela.
Así son sus desayunos, grandes y poderosos. Por eso, desde hace tres años estas tres mosqueteras han alimentado a Milena Camargo, Mélida Lozáno, Mario Mora, Diana Rodriguez y José Ignacio Barrera, líderes del proyecto de restauración ecológica y reconciliación en el corregimiento de Berlín a través de los programas Plan de restauración ecológica del trasvase río Manso y Plan de conservación de la especie amenazada Gustavia romeroi.
Este equipo de ingenieros forestales, biólogos, ecólogos y psicólogos llegó a la región en 2014, luego de que Isagen los contratara para reparar el desastre medioambiental que dejó la obra ingenieril transvase Manso en la hidroeléctrica La Miel I: la ruptura de acuíferos (nacimientos de agua subterránea) y 22 quebradas a punto de secarse.
La decisión de la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA) para ese entonces fue permitir que Isagen comprara los terrenos afectados por la construcción del trasvase y realizara un plan de restauración ecológica en el área. Así, esta institución contactó a la Escuela de Restauración Ecológica (ERE) de la Pontificia Universidad Javeriana para iniciar un trabajo colaborativo, en el que la ERE debía implementar las investigaciones desarrolladas previamente sobre la rehabilitación medioambiental; sin embargo, durante este proceso los investigadores javerianos no solo encontraron un ecosistema deteriorado, también una comunidad fragmentada por la violencia, el odio y el rencor infundado en una guerra que no les pertenecía.
Adela recuerda no haber estado presente en las estrategias de restauración, en el cultivo de palos de aguacate o cacao en las fincas, en la siembra de árboles en el borde de las quebradas para proteger sus cauces o en la limpieza periódica de las bocatomas de Berlín con el equipo de restauradores, pero sí fue testigo de las largas jornadas en las que los profesionales javerianos visitaban a los campesinos de la región, presentándose como los ‘médicos del ecosistema’ con un único fin: la salud integral del corregimiento.
“Cuando llegamos al territorio encontramos un tejido social fracturado por el tema del conflicto armado”, dice la investigadora Milena Camargo. Por eso, continúa, “creemos que ese tejido se debe seguir trabajando y acumulando experiencias positivas para que haya una verdadera reconciliación. Así es como le apostamos a la encíclica Laudato Sì del papa Francisco, la cual nos recuerda que tenemos que cuidar nuestra casa, nuestra integridad como seres humanos”.
Por tres años (2015-2018), el equipo de investigadores hizo talleres de integración con las comunidades, mingas o convites en las que el sancocho de pollo y arroz con menudencias eran el plato principal, trabajó con las personas en la recuperación del tejido social, en la restauración de relaciones familiares con quienes no habían vuelto a hablar y apoyó a quienes han sufrido las consecuencias del desarraigo por causa del desplazamiento.
De hecho, uno de los encuentros más conmemorativos de la comunidad ocurrió en abril de 2018, cuando campesinos de las veredas Montebello, Piedra Verde y La Reforma, alumnos del colegio Berlín, miembros del grupo ecológico de la misma institución y estudiantes de la clase de Restauración de Ecosistemas, de la Javeriana, se reunieron para trabajar juntos alrededor de un tema en comun: el bienestar social.
A las cinco de la tarde inició la jornada de reconciliación, encuentro que fue un canto de nostalgia y esperanza a Samaná, al corregimiento de Berlín y a los más de 29.000 hombres y mujeres víctimas del desplazamiento por la violencia. Fue un escenario en el que sonrisas y abrazos se abrieron paso en medio de miradas tímidas de quienes han anhelado por años la paz y el perdón.
¿Cómo vivir en paz? ¿Dónde hallar la felicidad? ¿Por qué perdonar?, fueron las preguntas con las que Mélida Lozano, líder del componente social del proyecto de restauración ecológica, abrió la jornada, mientras que las voces de la comunidad entonaban al unísono la canción Alegría, de Cirque du Solei.
El espejo de la verdad fue la respuesta a sus inquietudes, un ejercicio en el que los asistentes tenían que escribir sobre un papel las actitudes que cada uno ama y odia de sí mismo para entender el secreto de la felicidad y la clave del bienestar: reconocer quiénes son y aprender a perdonar.
“La felicidad solo puede existir cuando hay experiencias que no son tan buenas”, dice Mélida, ya que “no podríamos percibir la felicidad si no hubiera dolor porque entonces, ¿con qué la comparamos? No podría existir si no hay sufrimiento, retos, carencias. Entonces, la felicidad depende de eso que no nos gusta, de las experiencias que rechazamos”, añadió.
‘Adelita’ hizo su labor tras bambalinas. No fue el ‘trabajo pesado’ en las fincas sino el constante, el diario. Por meses se dedicó a tejer flores; cada puntada, cada pétalo era una forma de hilar conciencia, trenzar perdón y construir sociedad. Pasó horas enteras detrás de agujas de croché, lienzos, pintura y colbón para darle brillo a sus creaciones. El resultado fue una docena de rosas de lana, unas blancas, rosadas, amarillas y otras azules y rojas, tejidas entre sí para darle forma a la paz, a ese sentimiento que ha sido tan anhelado en sus corazones.
Con estas creaciones se cerró el evento con un intercambio de plantas artesanales, hechas por las familias de la región. Unos detalles que significaban más que cartón, fomi, pintura, cucharas o pitillos: era la representación de una vida en unidad, perdón, reconciliación e igualdad.
Luis Wilches, vecino de Adela, fue uno de los invitados a la jornada. Él, de brazos color canela, un pecho firme como de marfil y una mirada tan penetrante y profunda como el amanecer despuntando el alba, recuerda que no dejó la región, él se quedó en su finca, en la vereda Piedra Verde, a pesar de la guerra.
Wilches vivió cada segundo como si fuera el último; su humildad y resiliencia le permitieron dominar el deseo de venganza para someterlo al de la justicia a través del perdón. No es de extrañarse que las manos que en algún momento se hicieron gruesas al labrar la tierra, sean ahora las que levantan en alto flores de la mansedumbre, misericordia y transparencia. Una imagen que, como dice Adela, quedará grabada en la memoria de sus vecinos.
“Este trabajo de reconciliación nos ha servido mucho, me ha servido mucho, para la convivencia como personas y para estar en comunidad”, dice Luis. “Por eso es que hacemos más juntos que uno solo y eso es magnífico”, añade.
Así como en algún momento la incertidumbre del pasado irrumpió sus vidas, ahora, con la restauración de los lazos comunitarios y el perdón como práctica diaria, esta comunidad está cultivando en sus tierras y en sus corazones una semilla de amor y esperanza. Por eso Adela sabe que construir sociedad es un trabajo que implica tiempo, voluntad y constancia; que perdonar significa reconocer las faltas propias para deshacerse de ellas y sanar, y que tejer sociedad es una labor de todos, una que se hace a pulso, como el que ella tiene cuando hace edredones de punta a punta para mantener el calor de su hogar.
Así es Adela, una mujer que sabe que sus sonrisas son el ingrediente secreto para alimentar el espíritu de bondad en su comunidad.