Observando la magnífica vista de la Península de Otago, en Dunedin (Nueva Zelanda), sintiendo el viento en mi rostro, oliendo el mar y dejando que mis pensamientos vuelen al ritmo del hermoso canto de un ave que nunca había escuchado antes, me siento realmente afortunada y agradecida. Respiro profundo y una vez más, la vida me deja ver lo feliz que soy, pues, a diferencia de muchas personas, tengo la dicha de hacer lo que amo.
Recuerdo como la vida me ha traído, llevado, subido y bajado; y como todas las decisiones que tomé se resumen en este mismo instante. Entre esas elecciones, una de ellas tiene que ver con qué estudiar, qué hacer, a qué dedicarse por el resto de la vida. No es nada fácil, pero la mayoría de las veces se debe hacer a corta edad, cuando aún se es muy joven, cuando apenas se termina el bachillerato y todavía no se tiene la madurez suficiente, en la mayoría de los casos, para encontrar esta respuesta.
Mi carrera me ha llevado a lugares maravillosos, hermosos, exuberantes, prístinos, bonitos, maltratados, olvidados, en fin, muchos y diferentes todos. Pero el lugar desde donde escribo estas palabras es diverso y majestuoso. Llegué hace unos días a Nueva Zelanda y ya estoy totalmente enamorada de este país.

He tenido la oportunidad de visitar una colonia de pingüinos azules (Eudyptula minor), la especie de pingüino más pequeña del mundo, llegando a medir alrededor de 30 cm y a pesar 1 kg. Verlos nadando hacia la costa, caminando sobre las rocas y entrando a tierra, justo cuando está empezando el atardecer, es realmente conmovedor. Son pequeñitos y se mueven todos en un solo grupo a la vez.

También estuve en Fiordland, o la tierra de los fiordos, en un pueblo de la costa Suroccidental llamado Te Anau. Allí visité una cueva muy especial, en la cual habitan unas criaturas bastante interesantes. El solo hecho de entrar en ella, es entrar a otro mundo.
De la cueva sale agua cristalina, hay que agacharse en varios tramos para lograr entrar y a mitad de recorrido se encuentra una cascada de más o menos cinco metros de altura, su sonido retumba en las paredes y su majestuosidad le quita el aliento a cualquiera.
Luego nos subimos en un bote en la oscuridad y empezamos a ver luces azules que brillan en el techo de la cueva. Parece que estuviera viendo el cielo muy cerca de mi y con cientos de estrellas alrededor; es en realidad uno de los espectáculos de la naturaleza más hermosos que haya visto.

En el techo de esta cueva, vive la larva de un mosquito (Arachnocampa luminosa), que se distribuye en Nueva Zelanda y Australia. Esta larva produce una bioluminiscencia azul-verdosa para llamar la atención de sus presas, como insectos pequeños. La bioluminiscencia es un proceso químico, por medio del cual, con ayuda de la enzima luciferasa, algunos organismos vivos pueden producir luz. En esta cueva viven cientos de estas larvas y cada verano están en este lugar para alimentarse, crecer y hacer la metamorfosis a mosquitos.
Ya deben saber qué carrera escogí, pero si aún tienen dudas, en la siguiente columna se las resuelvo, y también les contaré qué estoy haciendo en Nueva Zelanda y cuál es mi próximo destino.
* La participación de la egresada javeriana en biología Nohelia Farías Curtidor a esta expedición cuenta con la financiación de la Facultad de Ciencias de la Pontificia Universidad Javeriana.