Sofía está a menos cinco grados bajo cero (-5ºC). El frío es terrible y a duras penas reconoce cómo el sol se asoma entre las colinas de Sheffield, el lugar más verde de toda Inglaterra. Peak District fue su hogar, un pequeño pueblo a las afueras de esta ciudad donde vivió desde 2007, cuando se aventuró a sacar adelante su doctorado en ciencias. Fue su casa, su laboratorio de experimentación con semillas, su motivo, su razón. Estas diminutas partículas dadoras de vida, y el olor a pasto podado en la mañana, la mantenían atada a Colombia, a los recuerdos de las intensas heladas de los 70 cuando su mamá ponía sobre la mesa un jarrón con flores mientras la preparaba para ir a estudiar.
Hoy, siete años después de haber regresado a Bogotá, son esos 8.434 Km y 13 horas, 55 minutos de vuelo lo que lamentablemente la separa de sus más grandes amores: las colinas y los laboratorios donde pasó semanas completas analizando semillas, y un inglés que le cambió la forma de ver el mundo: Geoffrey, quien le hizo ver que “con él, la vida es mejor”.
Ella es bumanguesa de origen pero ‘rola’ de corazón. Llegó a la capital a los dos años, cuando su papá fue trasladado. Su cabello era color café, con destellos dorados; su sonrisa siempre fue característica, ingenua y un tanto pícara. Creció junto a sus dos hermanos menores, José y Luis, con quienes jugaba a “los autos”. Ella tenía un gusto particular por su maquinaria, sus ruedas. Aunque fue la niña consentida de papá, era la del ‘temple’ en casa, la mujercita con carácter y ‘berraquera’, la misma que heredó de su mayor inspiración: su abuela Alejandrina Herrera.
Sofía recuerda que le encantaba escuchar las historias de vida de su papá, Orminso Basto, un campesino que creció en Armero y desde los seis años recogía arroz para pagarse la educación, y claro, las de su madre, Concepción Mercado, oriunda de El Guamo, Bolívar, quien por años se dedicó a la costura para sacar adelante su hogar. Su madre era una mujer firme, de convicciones fuertes y una determinación ejemplar ante la cultura machista de la Costa Atlántica de mitad del siglo XX; de hecho, fueron ella y su abuela quienes le inculcaron la pasión por la educación, ese deseo efervescente por sumergirse entre las páginas viejas de los libros en las bibliotecas. Sofía leía todo lo que podía, no en vano su nombre proviene del griego sophia, que significa “sabiduría”. El resultado de una mezcla entre la genética y la influencia familiar.
Inquieta, carismática y con una sonrisa tan brillante como su intelecto, su gusto por la lectura y las curiosas historias que su padre le contaba en las noches la hicieron persistente, incluso un poco intensa en su capricho por aprender a escribir lo más rápido posible. Así, un pizarrón y unas cuantas tizas de colores terminaron en su casa; era un recuadro verde, colgado sobre la puerta de la cocina, un tablero donde esculpía con palitos y bolitas lo que resultó ser su más grato recuerdo de la niñez: aprender las vocales siguiendo las instrucciones de su mamá.
Sofía no olvida su primer día de clase. Como todas las mañanas, se despertó con un intenso olor a mazorca y café tostado, sobre el comedor la esperaban un par de envueltos de maíz con tinto; pero ese lunes de 1977 fue diferente: por fin repasaría las planas sobre sus cuadernos ferrocarril junto a más niños como ella. Todavía conserva el recuerdo de su padre asomado sobre la ventana, con sus ojos llenos de lágrimas al dejarla en el salón.
De ahí en adelante, el colegio Nuestra Señora del Pilar, en Bogotá, se convirtió en su aliado. Fue por doce años su manual de estrategias para escapar de los “problemas de los adultos”. A sus seis años su vida tomó una nueva dirección: su padre partió de casa. Sofía decidió asumir la responsabilidad de ayudar y cuidar a sus hermanos menores, sin embargo, no olvida que su papá le contaba cada noche la historia del “lado oscuro de la luna”, un cuento con el que descubrió que el hombre viajó al espacio y que le hizo determinar radicalmente que se dedicaría a explorar la ciencia. Su destino.
La filosofía fue cómplice en la misión de sobrevivir. En décimo grado reflexionó, durante sus clases, sobre el sentido de la vida. Tenía 16 años cuando tomó la decisión de no tener hijos. En Once, recuerda, por primera vez rompió los esquemas, se liberó de una educación restrictiva, autoritaria y poco crítica. Las taras de mitad de siglo. Soy rebelde, de Jeanette, se convirtió en su canción favorita. Fueron esos versos los que hablaron por ella, sobre lo que estaba viviendo en los momentos de crisis durante su adolescencia:
“Yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así /
porque nadie me ha tratado con amor /
porque nadie me ha querido nunca oír. /
Yo soy rebelde /
porque siempre sin razón /
me negaron todo aquello que pedí”.
Terminó el colegio. Con el tiempo empezó a ver de a poco a su padre mientras él seguía influenciando su vida académica, inculcándole la importancia de estudiar para salir adelante y enseñándole lo valioso de hacer las cosas bien hechas. Sofía llevaba una vida disciplinada, no salía al parque, al cine y mucho menos pensaba en las ‘rockolas bailables’. Sus grandes ojos se tornaron muchas veces rojos al pasar horas entre las páginas de inmensos libros de ciencias. Eso sí, sus notas eran tan altas como sus aspiraciones: estudiar biología y llegar a una maestría y un doctorado en un país de habla inglesa aún sin conocer el idioma.
Esta joven siempre tuvo un gusto particular por las ciencias, por la sensación que le despertaba descubrir y explorar nuevos mundos. Con los años se volvió tímida, callada y muchas veces introvertida, pero eso no fue un impedimento para que sus notas hablaran por ella. Hacia 1989 dio el primer paso para cumplir sus sueños al inscribirse en la carrera de Biología de la Pontificia Universidad Javeriana tras recibir una beca del Sena por sus altas calificaciones. Estudiar era su hobbie; nunca practicó algún deporte pero ejercitaba su mente todos los días en la Biblioteca Alfonso Borrero Cabal S.J. Tenía el deber de obtener las mejores notas porque, de no hacerlo, perdería su beca.
Fisiología vegetal y el curso de invertebrados fueron sus materias favoritas. Para entonces, Sofía ya vivía con su familia en el barrio Álamos Norte, en Bogotá, y tardaba más de una hora en llegar a la Javeriana. Su lonchera siempre iba cargada de frutas: manzanas, bananos, peras, unas cuantas fresas y a veces uvas, porque era un privilegio que no se veía todos los días. “Yo creo que desde niña tenía una tendencia vegetariana. No me gustaba el huevo y ahora me toca de a poco; no me gusta la carne roja, pero después, cuando empiezas a ver que es escasa, entonces las cosas son distintas”, menciona.
Por esa misma época abrió sus ojos a un mundo rico en conocimiento, a un universo fílmico, literario y musical. Carl Sagan se convirtió por muchos años en su amor platónico; la película Como agua para chocolate, en su plan de fin de semana; y la obra Air, de la Suite Orquestal Nº 3 BWV, de Johann Sebastián Bach, las melodías y armonías perfectas para acompañar sus horas de estudio. Terminó su pregrado con 24 años, pero no podía pensar en pagar sus estudios de posgrado o doctorado porque ahora debía, junto con su tía Rosiris, proveer para su hogar. Su madre sufría de quebrantos de salud y sus hermanos estaban estudiando en la Universidad Nacional: José, Arquitectura, y Luis, Economía.
Sofía empezó a dictar clases en 1993, eran monitorías en Fisiología Vegetal y Fundamentos de Biología. Después de terminar sus estudios de pregrado, visitó por varios meses las oficinas administrativas de la Facultad de Ciencias en busca de una plaza como docente, pero no la encontró. Un martes de 1996 “se le hizo el milagrito”. Fue contratada como maestra de hora cátedra con su primera clase: Biología evolutiva, la misma que hoy, 23 años después, dicta a estudiantes de Nutrición y Dietética, Bacteriología, Enfermería, Biología y Ecología. Sofía considera que su habilidad para enseñar y la empatía con sus estudiantes son las razones por las cuales está a la cabeza de los cursos básicos para esas carreras. “Siempre me ha gustado y se me ha facilitado enseñarle a la gente; desde muy pequeña enseñaba matemáticas en el colegio, de ahí fue cómo empecé a ayudar en la Universidad”, añade.
Su deseo insaciable por explorar y descubrir nuevos mundos, por superarse y salir adelante, la llevó a pagar sus cursos de inglés en el Centro Colombo Americano. Sabía que la ciencia sobre la que aprendía con diccionario en mano estaba en inglés. Un reto más en su vida, un peldaño más para escalar. Así se propuso con su primer sueldo ahorrar para pagarse los cursos y postularse en universidades extranjeras para hacer su maestría.
Obtuvo tres becas para viajar al exterior, pero las tres se las negaron en la etapa final por no tener un puntaje alto en el idioma: las dos primeras, en 1998 y 1999, para estudiar en Holanda, y la tercera en 2000 para estudiar en Nueva Zelanda. Fue una época triste y desoladora. Lloró y lloró mucho. Aprender inglés se había convertido en su mayor reto. Pero, aunque todo se desvanecía, tomó la decisión de limpiarse el polvo de sus rodillas e iniciar de nuevo, terminar esta tediosa etapa y empezar, en febrero de 2005, su maestría en Biología en su alma mater. El idioma ya era un problema superado, lo había dejado atrás.
“Soy una persona muy perseverante; si me caigo, me levanto, y si me toca 20 veces, 20 veces me levanto. Si inicio algo, lo termino. Soy muy responsable”.
Sin embargo, no fue su final feliz. Recuerda que el momento más emocionante de su vida ocurrió el 12 de junio de 2006, al recibir dos noticias que cambiaron su destino: la aprobación de una beca que entrega la Javeriana a los profesores para apoyar su formación y perfeccionamiento en inglés, y la beca del Programa Alβan, (becas de alto nivel de la Unión Europea para América Latina) para hacer un Ph.D en la Universidad de Sheffield, Reino Unido, en Ciencia Animal y Vegetal.
Tuvo un mes para estar en Inglaterra, radicarse allí e iniciar clases; menos de una semana para entender los problemas de los ecosistemas que estaba estudiando; un par de días para acostumbrarse a esta nueva cultura, una sociedad totalmente independiente, y casi que, en tiempo real, desarrollar la habilidad de grabar y transcribir sus clases de estadística avanzada en inglés para entenderlas. Según recuerda, sus compañeros definían su doctorado como una “historia de terror”. No tenía las condiciones apropiadas para alimentarse, vestirse o incluso vivir porque era eso o terminar satisfactoriamente sus investigaciones, era eso o pagar la parte de la matrícula que no alcanzaba a cubrir con sus becas para que no la devolvieran a Colombia.
Fueron cuatro años de trabajo arduo, días completos dentro del laboratorio analizando los efectos del cambio climático y la polución por nitrógeno en los bancos de semillas. Cuatro años extrayendo muestras para conocer las especies de semillas que estaban en el suelo de las parcelas, en las colinas del Peak District, donde nació un amor intenso y profundo por Geoffrey Odds, un contador con alma de artista, como Sofía lo define.
“Yo lo conocí en 2008, a los seis meses de estar en Inglaterra. Compartimos la vida en Sheffield durante tres años y medio, luego nos casamos en 2016 pero ahora él está allá y yo acá, en Colombia. No es tan fácil, exige sacrificio y compromiso, además es necesario enfocarse porque mi tarea ahora consiste en dictar clases y hacer investigación”, menciona esta científica apasionada por el mango y el color azul en cualquiera de sus variedades.
Sofía regresó a Colombia en marzo del 2012. Como fruto del amor por la ciencia, su perseverancia y disciplina, escribió dos artículos para revistas del grupo Nature, reconocido por incluir las publicaciones científicas más serias, prestigiosas e importantes del mundo. Su investigación sobre los efectos del cambio climático en los bancos de semillas en condiciones de extrema sequía y humedad también fue publicada en la revista npj Climate and Atmospheric Science, mientras que su estudio sobre el efecto de la polución por nitrógeno circuló en las páginas de la revista Nature Communications.
Su investigación sobre la respuesta de las semillas ante las perturbaciones antropogénicas y el cambio climático ha convertido a esta mujer en una de las científicas más destacadas de la Javeriana, en un referente de perseverancia, constancia y valor y un ejemplo de cómo una pizca de curiosidad puede hacer que una niña ingenua llegue a ser una mujer apasionada por la ciencia.
Comprender y predecir la vulnerabilidad de los ecosistemas frente al aumento de las sequías y la contaminación atmosférica ha sido su tarea por años. Porque, como ella bien sabe, “la ciencia es un mundo maravilloso, es lo que me hace feliz, es mi forma de vida y sí, quienes se dediquen a ella pueden ser felices haciendo ciencia, porque descubrir y entender cómo funciona el mundo es maravilloso”. Por ahora, Sofía busca liderar en Colombia un proceso de comprensión de las semillas, motivar a sus estudiantes para que vean en ella y en muchas mujeres más que sí es posible llegar a ser una consagrada científica, con calidad humana y un buen corazón. Y en un futuro no muy lejano, regresar a los brazos de su amado Mr. Odds.