¿Qué sentiría si su historia fuera escrita por otros? ¿Si la memoria de sus raíces quedara reducida a un relato ajeno y distante, en el que usted no tuvo oportunidad de participar? Esa sensación de desarraigo, de no pertenecer a la historia que se cuenta, es la que han vivido muchos pueblos indígenas de Colombia. Aquí hablaremos de dos: los inga y los kamëntsá, del valle de Sibundoy, en Putumayo.
En esas tierras verdes y fértiles, en medio de la Amazonía, vive el taita José Joaquín Jajoy, de la comunidad inga. Él habla con orgullo de ese territorio ancestral que —dice—perteneció al cacique Carlos Tamabioy. Sin prisa y con la calma que le han otorgado sus 67 años de vida en armonía con la naturaleza, explica que el cacique se las entregó a ambos pueblos para que las protegieran y defendieran. “Si el territorio no se hubiera quebrantado, ese valle hubiera sido autóctono”, agrega.
Esas dos palabras, “autóctono” y “quebrantado”, dan sentido a una búsqueda que empezó en 2014, a cargo de la socióloga Alexandra Martínez y la historiadora Amada Carolina Pérez, investigadoras de la Pontificia Universidad Javeriana. Ellas querían entender cómo representaban las misiones católicas a los pueblos indígenas de Colombia, así que recorrieron museos, bibliotecas y archivos en nueve ciudades del país para recolectar imágenes tomadas entre 1880 y 1930. Encontraron, principalmente, registros misionales: fotografías que visibilizaban la obra evangelizadora de frailes y monjas en las comunidades, y que eran enviadas a Roma y a las diferentes diócesis en España.
El principal hallazgo de esa labor fue que las misiones imponían un distanciamiento frente a la forma en que los diferentes grupos étnicos se comprendían a sí mismos. “Las poblaciones eran representadas bajo un canon de civilización y barbarie. Eran las personas a las que había que ‘civilizar’ y las fotografías querían reflejar ese proceso ‘civilizatorio’”, explica Martínez.
Territorios y memorias ancestrales
En 2018, la historia de las dos investigadoras se entrelazó con la de Jajoy, cuando quisieron devolverles ese archivo a los pueblos indígenas. Allí, en concertación con el taita, se pusieron en contacto con las autoridades de los cabildos de San Francisco y San Andrés, con el fin de desarrollar procesos de memoria con los pueblos inga y kamëntsá.
Para ello, Martínez y Pérez realizaron talleres participativos que les permitieran a los indígenas evocar su tradición oral y contrastarla con esas imágenes para otorgarles otro significado. Sobre cada fotografía pusieron una filmina de acetato y les pedían a los asistentes que escribieran en ella cada detalle que les llamara la atención, y que respondieran preguntas como: “¿Qué ven?”, “¿qué sienten?”, “¿qué cambiarían?”, “¿cómo titularían la imagen?”.
A los ojos de las comunidades, que —en su mayoría— nunca las habían visto, las imágenes adquirieron otro sentido, otro significado. “Cambiaría las monjas por profesores propios de la comunidad”, “te arrancan del seno materno” o “la imposición” fueron algunas de las frases que los indígenas escribían sobre las imágenes.
Por un lado, en los talleres se evidenció la indignación que sentían frente a la manera en la que eran representadas sus comunidades. Las palabras del taita dan muestra de esto: “Quebraron una gobernanza. Despojaron de tierra, calidez y carácter. Doblegaron la educación. Les tapaban la boca con esparadrapo para que no hablaran su propio idioma. Fue una política de dominio que no encuentro en ninguna Biblia. Una interpretación del ser humano guiada por la ambición”.
Pero, por otro lado, descubrieron elementos relacionados con la memoria, especialmente cuando se referían a lugares, tejidos y prácticas cotidianas que les recordaban a sus ancestros. Para Jajoy, tener esas imágenes “despertó la curiosidad de muchos sobre esa época: ‘¿cómo que mi familia había estado de gobernador, defendiendo el territorio?’. O reconociendo los usos y costumbres”, dice a modo de ejemplo.
La resignificación de las fotografías permitió a la comunidad asumir, dimensionar y apropiar su historia. Al observar las imágenes, los indígenas reconocieron en ellas fragmentos de su pasado y reinterpretaron esos registros desde su propia experiencia.
Al mismo tiempo, emergieron símbolos de identidad como las coronas de chumbes – compuestas por un aro de madera recubierto con fajas tejidas que representan el pensamiento y la cosmogonía de sus comunidades–, el maíz o la chagra, elementos que, lejos de ser vistos como simples adornos, se resignificaron para afirmar la continuidad de las costumbres ancestrales. Un par de imágenes, reetiquetadas con la frase “carnaval como resistencia”, demostraron que, pese al canon misional que intentó uniformar y subordinar a los pueblos indígenas, la cultura y la memoria se mantuvieron vivas, resistiendo en cada trazo y en cada intervención sobre la imagen.
Transformando mensajes
La metodología de esta investigación se basó en la museología social, la cual busca una mayor interrelación con los contextos para la transformación social. Su objetivo no es simplemente conservar objetos o imágenes, sino que pretende democratizar el acceso a la memoria y fomentar la participación de las comunidades en la construcción de su propio relato.
“Es una museología activa y es transformadora, en la medida en que se trata de un proceso que no termina”, explica la socióloga Martínez. Y es que este enfoque rompe con las estructuras tradicionales, en las que el saber se impone de arriba hacia abajo. Aquí, se apuesta por el codiseño y el diálogo intercultural.
Además, este proceso de resignificación y de diálogo de saberes trata de construir un conocimiento basado en el sur global, de manera que las epistemologías locales tengan el protagonismo que merecen.
“Generalmente, lo que ocurre es que se sacan los objetos de las comunidades y se llevan a exponer en los museos, ya sea en París, Londres, Nueva York. Pero pocas veces las comunidades ven esas mismas exposiciones. En este caso, están pensadas primero para ser mostradas en el territorio”, relata Pérez.
La presencia del taita en el proyecto no solo fue un respaldo, sino la puerta de entrada a un diálogo genuino entre las comunidades indígenas y las investigadoras. “Fue un proceso muy exitoso porque despertó la curiosidad de muchos para investigar y guardar esos saberes. Nos pone en el imaginario que hay que seguir investigando”, asegura Jajoy.
Debido al carácter de su dinámica y de su metodología, este proyecto investigativo no es algo que se cierra o se concluye. Es un proceso abierto al que se le ha dado continuidad. De hecho, durante nuestra conversación, ambas investigadoras se encontraban en el valle de Sibundoy, desarrollando otro trabajo con las comunidades.
Esta es, en esencia, la historia de un territorio, de un pueblo y de su lucha por conservar su identidad. Es la historia de cómo, a través de un proceso colaborativo, se han reconfigurado relatos que durante mucho tiempo fueron impuestos desde afuera. Es la historia de un desarraigo que se transforma en pertenencia, de unas memorias ancestrales que se reivindica y de un futuro que se construye a partir del diálogo y la solidaridad.
Para leer más:
TÍTULO DE LA INVESTIGACIÓN: Museología social en contextos étnicos: una reflexión sobre investigación colaborativa con los pueblos inga y kamëntsá del valle de Sibundoy (Colombia).
NVESTIGADORAS PRINCIPALES:
Alexandra Martínez y Amada Carolina Pérez Benavides
COINVESTIGADORA: Lorena Cecilia Vega Dueñas
Departamento de Sociología
Facultad de Ciencias Sociales
Pontificia Universidad Javeriana
PERIODO DE LA INVESTIGACIÓN: 2014-2022
