Hacia finales del siglo XIX, el médico alemán Albert Neisser inoculó con sífilis a varias mujeres sanas para comprobar la eficacia de la terapia con suero. Durante la Segunda Guerra Mundial, distintos galenos adscritos al régimen nazi, entre ellos el temible Josef Mengele, llevaron a cabo procedimientos atroces con los prisioneros de los campos de concentración, que incluían la experimentación con gases tóxicos, la amputación de extremidades, la inoculación con tifus y las transfusiones de sangre. Entre 1932 y 1972, el Servicio Público de Salud de Estados Unidos realizó un estudio clínico en Tuskegee, Alabama, con 600 afrodescendientes de comunidades marginales, a los que sometieron a engaños, desinformaciones y tratamientos inocuos para investigar la progresión de la sífilis, que los llevaron a la muerte.
En estos tres escenarios hay un común denominador: gravísimas faltas éticas por parte de científicos que antepusieron sus intereses personales y profesionales a unas mínimas consideraciones humanas en su apetito voraz de ‘conocimiento’. Y estas tres circunstancias históricas dieron pie al surgimiento de las principales recomendaciones y normas éticas de la investigación científica en el mundo. Los experimentos de Neisser derivaron en la Segunda Directiva Prusiana sobre Investigación, promulgada en 1900; los realizados durante el Tercer Reich condujeron a la redacción del Código de Núremberg, de 1947 (y, posteriormente, a la Declaración de Helsinki, de 1964); y los de Tuskegee sustentaron el Reporte Belmont, de 1979.
Las directrices éticas acogidas universalmente han surgido de crisis originadas en escándalos como los citados, y no por efecto de la ponderación y el debate sobre el deber ser y el proceder de la ciencia. En Colombia, con el objeto de no tener que apagar incendios ante nuevos conflictos surgidos en el ejercicio de la investigación, desde 2013 se pusieron en marcha varios diálogos convocados por Colciencias entre eticistas e investigadores en distintas disciplinas, y como resultado de ello, en abril de este año, el máximo órgano rector de la ciencia, la tecnología y la innovación en el país promulgó la Política de ética de la investigación, bioética e integridad científica.
“Esta política permite que los científicos entiendan la relevancia social de sus investigaciones, poner en contacto redes de investigación y que quienes abordan la ética de la investigación se familiaricen con el quehacer científico. Abre los espacios, pero que no quede en letra muerta depende de los actores involucrados, incluidos Colciencias, el Invima y las universidades”, señala Eduardo Díaz Amado, médico y filósofo que participó en las conversaciones y discusiones que cimentan esta nueva doctrina. Agrega, además, que el Estado debe apropiarse más de su papel de garante para una investigación relevante, de calidad y permanentemente guiada por sólidos principios éticos en el país.
“Se trata de una hoja de ruta cuyo fin es generar una transformación cultural en la que se acoja la ética como principio de la investigación científica, en todas las áreas del conocimiento”, explicó una fuente de Colciencias. “Que haya una política o una norma no significa nada si no hay voluntad para implementarla”, continuó, e informó que el proceso de construcción del documento es pionero en América Latina. En este, se contempla el desarrollo de actividades y procesos concretos para su implementación, incluida la creación de una red nacional que reúna los comités de ética de distintas regiones del país y los lineamientos para forjar mecanismos de evaluación ética en proyectos que vayan más allá del área de la salud, en la que existe la mayoría de protocolos y normas éticas de investigación, pues involucra seres humanos y animales.
En Colombia se cuenta con distintas regulaciones al respecto. La Ley de Ética Médica de 1981 rige para la práctica clínica, y en casos de investigación se adhiere a la Declaración de Helsinki —y sus sucesivas actualizaciones—, proferida por la Asociación Médica Mundial. Por su parte, las resoluciones 8430 de 1993 y 2378 de 2008, ambas del Ministerio de Salud y Protección Social, abordan diferentes aspectos del desarrollo científico. La primera define qué es una investigación de alto o bajo riesgo y establece, por primera vez, un consentimiento informado con características específicas y la necesidad de conformar un comité de ética, entre otros condicionamientos. La segunda acoge los principios de la norma internacional conocida como buenas prácticas clínicas (BPC), redactada por la industria farmacéutica para armonizar en todos los países los estándares de administración, dosificación, metodologías clínicas y demás disposiciones relacionadas con medicamentos. Aunque esta última aplica para estudios con fármacos en humanos, aquí se ha hecho extensiva a otro tipo de investigaciones clínicas con personas.
En este sentido, estos estándares normativos son apropiaciones adaptadas de postulados internacionales, construidos en contextos históricos disímiles y ligados a intereses políticos y económicos particulares. De ahí que no solo se contradigan entre sí sino que resulten anacrónicos y desenfocados de las necesidades y los problemas locales que la ciencia colombiana debe atender. A juicio del genetista y especialista en bioética Fernando Suárez-Obando, “las recomendaciones tipo código, declaración o norma existentes en la actualidad no son integrales ni sistemáticas; por el contrario, son unas listas de exigencias respecto a las cuales se ha generado un acuerdo tácito que dicta que se deben cumplir. Núremberg, Belmont, Helsinki y el Council for International Organization of Medical Sciences (Cioms) se han posicionado como monolitos que se encuentran más allá del debate y así son citados en innumerables protocolos de investigación”.
Y eso ha hecho que el abordaje ético de una investigación se reduzca a una lista de chequeo de condiciones por cumplir, sin asomo alguno de reflexión sobre la filosofía científica que debe guiar cada investigación, sea del ramo que sea. “Toda investigación científica tiene una dimensión ética, así sea de ciencia básica abstracta. Si se trata, por ejemplo, del estudio de un fenómeno físico, un investigador debe responder a la pregunta ética de cómo garantizar que los datos que consigue los esté recogiendo adecuadamente, cómo los protege, cómo se sabe que son medibles, analizables y que generan conocimiento auténtico”, añade Suárez-Obando, quien también hizo parte de los diálogos organizados por Colciencias.
Para él, un modelo más completo e idóneo a partir del cual se pueden construir unos parámetros locales, cimentados en la nueva política, es el que propone Ezekiel J. Emanuel. Según este oncólogo y bioético estadounidense, todo estudio científico que vincule a seres humanos debe sustentarse en ocho principios: asociación colaborativa entre comunidad e investigadores, valor social del estudio, validez científica, selección justa de participantes, balance riesgo-beneficio favorable, evaluación independiente, consentimiento informado y respeto por los participantes.
Es claro que el fin no justifica los medios y que, en últimas, lo que subyace y fundamenta cualquier premisa, regla o ley es un rasgo que concierne a la entraña del investigador: el talante ético del ser humano que hace ciencia.
Para leer más:
- Resolución 314 de 2018, firmada el 5 de abril de 2018, por la cual se adopta la Política de Ética de la Investigación, Bioética e Integridad Científica. Documento de Política Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación. Colciencias.
TÍTULO DE LAS INVESTIGACIONES: Un marco ético amplio para la investigación científica en seres humanos: más allá de los códigos y las declaraciones. La propuesta de Ezekiel J. Emanuel – Ética de la investigación con seres humanos y conflictos de interés: una preocupación actual
INVESTIGADORES: Fernando Suárez-Obando y Eduardo Díaz Amado
Instituto de Genética, Facultad de Medicina
Instituto de Bioética, Vicerrectoría de Investigación
PERIODO DE LA INVESTIGACIÓN: 2017-actualmente