Desde Pico Pance solo se ven nubes. Están tan cerca que pareciera que se pueden tocar. Por eso, llegar no es fácil: es el punto más alto del Parque Nacional Natural Farallones de Cali, ubicado a 4100 metros sobre el nivel del mar.
De la base (1600 m.s.n.m.) a la cima hay 10 kilómetros. Caminar esa distancia en terreno plano toma aproximadamente tres horas. Aquí, debido al barro, la lluvia y los tramos tan empinados que requieren subir con cuerda o gateando, el tiempo se cuadruplica. Pero 16 horas ya era mucho tiempo y no había rastro de los ocho biólogos y dos guías de la zona que ya debían haber llegado. Algo pasaba.
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En 2021, un grupo de biólogos de la Pontificia Universidad Javeriana, seccional Cali, y de la Universidad del Valle, así como funcionarios de Parques Nacionales, investigadores de la organización no gubernamental Panthera y miembros de las comunidades de Pueblo Pance y Peñas Blancas, se unieron para hacer cuatro expediciones en este ecosistema. “Nunca se había hecho una caracterización que recorriera todo un gradiente altitudinal, desde bosque altoandino hasta páramo, y que estudiara tantos grupos taxonómicos diferentes”, explica Danny Rojas, director del Departamento de Ciencias Naturales y Matemáticas de la Javeriana, seccional Cali, e investigador principal del proyecto.
Tampoco se había hecho en esa zona un estudio con tanto alcance. Los expedicionarios mapearon plantas, líquenes, reptiles, mamíferos, insectos, aves y anfibios; usaron diferentes métodos de muestreo, colecta y análisis de información. Además, el proyecto involucró un importante componente: los saberes de las comunidades que habitan la zona. Todo este bagaje hace parte de la línea base para conocer el estado de la biodiversidad en este territorio.
“Encontrar tantos elementos de la fauna y la flora en un sitio que uno interpretaría como ‘inhóspito’ es un resultado valioso. Son ecosistemas vivos con poblaciones de animales y plantas que están interactuando y cumpliendo funciones ecológicas en ese lugar”, puntualiza Rojas.
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Las expediciones se hacían en dos fases debido a las dificultades climáticas. La primera mitad del grupo se quedaba arriba entre seis y siete días trabajando con la categoría taxonómica que le correspondía y luego subía la segunda parte del grupo para que los primeros bajaran.
Jaime Buitrago, habitante de la zona, estaba arriba esperando a que llegaran los investigadores. Al ver que casi anochecía y ellos no aparecían, encendió las alarmas.
El día anterior había caído una tormenta eléctrica tan fuerte que el campamento se inundó por completo y casi se cancela la expedición. Él se ofreció a hacer las adecuaciones necesarias para que todo siguiera en marcha y así fue. Pero que no aparecieran aquellas personas sí era una verdadera emergencia.
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Riqueza en las alturas
Con el cambio de altura iban desapareciendo los árboles para dar paso a una vegetación muy particular, que, a diferencia de muchos páramos colombianos, no tiene frailejones. “Es impresionante ver cómo el clima, la vegetación e incluso la radiación solar es diferente allá arriba”, dice el investigador Danny Rojas. Él es cubano y cuenta que una de las cosas que más le sorprendió de Colombia fue la cantidad de páramos que tiene, pues en la isla no hay.
Jaime fue la única persona que participó en las cuatro expediciones. A pesar de que nació y ha vivido casi toda su vida en los Farallones de Cali, también se sorprendía con cada detalle. Stephania Barona, bióloga y coordinadora logística del proyecto, asegura que durante el proceso no solo fue una ayuda en temas logísticos, sino que se desempeñó como guía, biólogo y hasta rescatista.
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Para evitar una tragedia, Jaime bajó a buscar —junto a un par de personas más— a los que no aparecían. Lo denominaron la “operación rescate”. Partieron a las 5 p.m. a buen ritmo a pesar de que el barro les daba hasta la canilla y al cabo de unas horas los encontraron en el camino: uno se había tronchado el pie y los demás no aguantaban más. “Había unos verdes, otros blancos. No podían con las maletas”, recuerda Jaime.
A pesar del cansancio acumulado por el trabajo que había hecho toda esa semana, se cargó dos maletas al hombro —llenas de enseres de cocina, carpas, tubos de ensayo, cámaras trampa y comida— y sujetó por la espalda a uno de los biólogos. “Estábamos en bosque alto andino y ya casi anochecía. Si no los encontrábamos era hipotermia segura porque el frío allá es brutal”, agrega. A las 11 p.m. estaban de vuelta en el campamento, empapados por tanto sudar, pero a salvo.
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En el patio de su casa
Jaime conoció el proyecto dos años antes de que empezara, cuando apenas era una idea. De inmediato fue consciente de la relevancia que iba a tener y comenzó a prepararse. “Me puse en la tarea de conocer las aves de la zona. Conseguí unos binoculares e iba con mis hijos todas las tardes a hacer avistamientos y grabar cantos”, dice Buitrago.
Eso fue, según él, lo que le dio el pasaje de entrada al proyecto. Un día hicieron una salida de prueba y él acompañó a los ornitólogos, quienes, por su experiencia, ya conocían casi todas las aves, pero cuando de repente no sabían el nombre de alguna, Jaime brillaba al decir el nombre común y científico del animal. “El profe Danny me decía: ‘Vos sos un experto en aves’, y yo le respondía: ‘Pues experto no, pero conozco al menos las del patio de la casa’”, recuerda. “Es un gran gesto que reconocieran la importancia de vincular a las comunidades en estos procesos”.
Para el biólogo Rojas, no se trata de un ‘gran gesto’, sino de un diálogo de saberes. “Los conocimientos que las comunidades tienen sobre Farallones son impresionantes, porque es el lugar donde residen. Toda esa experiencia nos sirvió durante las expediciones: nos decían dónde estaba el tipo de vegetación que necesitábamos o qué animales habían abierto determinados senderos. Fue enriquecedor en ambos sentidos”, explica.
Así, durante las idas y venidas, Jaime anotaba, en las páginas de una libreta vieja, el nombre científico de todas las aves y plantas que hallaba en el camino. “Cada cosa que encontraba, que veía bonita, rara o me llamaba la atención, la colectaba y la llevaba al campamento”, dice. Recientemente, en la socialización del proyecto, se dio cuenta de que una de las bromelias que había colectado resultó ser una especie que no tenía registro en la zona. “Fue muy bonito porque me hicieron sentir realmente parte del equipo”.
Felinos melánicos y otros hallazgos
La expedición contó con un componente fundamental: el uso de cámaras trampa. Gracias a ellas se pudieron obtener fotografías de yaguarundis, venados soche, oncillas y osos andinos, entre otros.
“Los páramos, bosques andinos y altoandinos de Farallones han sido poco explorados. En el caso de los mamíferos, por ejemplo, los últimos registros publicados datan de hace 40 años”, menciona Maricruz Jaramillo, una de las biólogas que participó en la investigación.
Por esta razón, considera que es “sumamente importante” conocer qué especies se encuentran actualmente en el ecosistema para hacer un seguimiento del impacto del cambio climático, y otras amenazas, en la composición de las comunidades de fauna y flora.
El equipo se dividió en diferentes grupos. En el caso de los mamíferos medianos y grandes, se registraron 21 especies, la mayoría carnívoras, entre las cuales destacan el oso andino —por su estado de amenaza vulnerable— y el puma —el segundo felino más grande de Colombia—.
Además, Jaramillo dice que se observó un gran número de oncillas melánicas —tienen pelaje negro en lugar del amarillo con manchas negras típico de la especie—. “Esto —agrega— nos lleva a plantear varias hipótesis sobre lo que significa el melanismo en esta población del felino silvestre más pequeño y amenazado de Colombia”. Aún faltan varios estudios y no se sabe por qué, pero parece que es una característica particular de esta especie en los Farallones.
También resalta el venado de páramo, endémico de los Andes del norte de Suramérica que se registró exclusivamente en áreas de páramo, y el coatí, una especie endémica de Colombia y Ecuador, que se encuentra casi amenazada y de la que se conoce muy poco sobre su historia natural y ecología.
El grupo de mamíferos pequeños y voladores registró 30 especies, la mayoría correspondientes a murciélagos y roedores. De estas últimas, seis son endémicas. Algunos de los animales que destacan son el ratón runcho, un marsupial poco común del cual no existen muchos registros, y una musaraña con visión reducida que utiliza otros sentidos para guiarse.
Los ornitólogos registraron 169 especies de aves. Los colibríes y tangaras fueron las familias más representativas. Algunas que destacaron son el cotinga alirrufa —especie rara y poco común en la Cordillera Occidental colombiana—, el águila real de montaña —una de las especies de aves rapaces más amenazadas en Colombia— y la perdiz colorada —endémica de los bosques húmedos andinos en el país—.
También se registraron 13 especies de anfibios de cuatro familias: ranas de cristal, ranas arborícolas, salamandras apulmonadas y strabomantidae. Esta última fue la más representativa, con 10 especies, incluyendo tres potencialmente novedosas para la ciencia. Registraron, además, tres especies de reptiles del orden Squamata (lagartos y serpientes). Y, en cuanto a insectos, se encontraron 60 especies de mariposas y polillas, 32 de escarabajos y 21 de hormigas.
En términos de flora, la riqueza también es enorme: destacan principalmente las orquídeas y bromelias. Jaime Buitrago dedicó gran parte de la expedición a fotografiarlas. Capturó algunas tan diminutas que debía usar una lupa para tomar la foto con su celular.
Un rompecabezas que se construye en conjunto
Allá arriba, en el páramo, en esa ‘isla’ rodeada de nubes, Rojas se sintió diminuto. “Es una experiencia que te hace ver que uno al final no es nada. Que eres pequeñito delante de tanta grandeza y tanta riqueza natural”.
Para el biólogo, la línea base que dejaron — similar a un censo— “permite tomar acciones y decisiones oportunas con el fin de proteger estas especies y su hábitat”.
Por su parte, Jaime Buitrago destaca la importancia de involucrar a las nuevas generaciones en la conservación del territorio. “Mis hijos ya saben identificar ranas y aves por su canto, así como algunas flores”, comenta. Quiere que sean ellos quienes lleven la batuta en la conservación.
Todos coinciden en que quedan muchas ganas de seguir investigando. Cuando miran atrás y recuerdan las heladas noches sin dormir, las lluvias torrenciales que amenazaban las expediciones y los caminos pantanosos que dificultaban el ascenso, se dan cuenta de que valió la pena.
Quizá en 10 o 15 años sean los hijos de Jaime quienes lideren una expedición como la de “Una isla en las nubes”. Esa es su apuesta. Por eso invita a los niños, niñas y jóvenes de la comunidad a que se involucren más con el territorio que los ha visto crecer y se conviertan en los guardianes que Farallones de Cali necesitan.
TÍTULO DE LA INVESTIGACIÓN:
Una isla en las nubes: establecimiento de línea base para monitoreo de un páramo aislado frente a cambio climático
INVESTIGADOR PRINCIPAL:
Danny Rojas Martín
COINVESTIGADORES:
Stephania Barona, Humberto Calero, Diana Urcuqui, Erik Narváez, Inge Armbrecht, James Montoya, Wílmar Bolívar, Óscar Cuéllar, Alejandro Zuluaga, Allison Muñoz, Martín Llano, Jessi Burbano, Felipe Estela, Andrea Bernal, Cristian Calvache, Maricruz Jaramillo y Jaime Buitrago.
ENTIDADES EJECUTORAS:
Facultad de Ingeniería y Ciencias Pontificia Universidad Javeriana, seccional Cali Universidad del Valle Parque Nacional Natural Farallones de Cali PERIODO DE LA INVESTIGACIÓN: 2020-2022