En los últimos 50 años, el crecimiento vertical de Bogotá, en lo que respecta a edificios de más de 12 pisos, se ha realizado en su gran mayoría bajo una modalidad de construcción, la reedificación, que implica, sencillamente, la demolición de un inmueble para construir uno de mayor altura en su lugar.
Por el contrario, los proyectos adelantados bajo el modelo de reurbanización –que consiste en una reedificación acompañada de nuevas obras paralelas como vías, espacios peatonales, parques, equipamientos y redes de servicio– son escasos.
Este es el planteamiento principal del estudio La reedificación frente a la reurbanización en la construcción del paisaje urbano bogotano, del arquitecto Mg. Germán Montenegro Miranda, profesor del Departamento de Arquitectura de la Pontificia Universidad Javeriana, en el marco de su tesis doctoral en Geografía.
El estudio se concentró en 866 predios con edificios de más de 12 pisos (un predio puede tener más de un edificio) en tres diferentes épocas: los años sesenta del siglo XX, finales de los setenta y la actualidad.
Por medio de un Sistema de Información Geográfica (SIG), se superpuso la información actual de Catastro Distrital con la cartografía del pasado, obtenida del Instituto Geográfico Agustín Codazzi, para determinar la evolución del paisaje urbano a partir del reemplazo de edificaciones.
Resultado: más de 300 predios corresponden a reedificación y solo alrededor de 52 han sido parte de proyectos de reurbanización; los demás casos corresponden a modalidades de construcción que no interesan en este estudio.
La razón es obvia: para un inversionista es mucho más ventajoso plantear una reedificación, pues no le exige una compleja y costosa negociación con el Estado, necesaria para un proyecto de reurbanización. Sin embargo, lo interesante es que las instancias públicas no imponen restricciones u obligaciones, a pesar de que muchas veces sí existen herramientas normativas para ello, dice Montenegro.
Rascacielos que no cumplen la norma
Un rascacielos tendría que disponer de un área de terreno circundante que guarde una proporción con su altura, de una distancia mínima contra las demás edificaciones y de un proyecto de ampliación de espacios e infraestructura públicos, es decir, debe hacer parte de un proyecto de reurbanización. Así lo disponen las normas en Bogotá, precisa el investigador.
A pesar de que en décadas pasadas en Bogotá se produjeron rascacielos espacialmente ricos y bien concebidos dentro de su entorno (Torres del Parque, Bavaria, etc.), hoy predominan proyectos sin conciencia sobre las oportunidades espaciales que un edificio de estos puede generar. Uno de los casos más discutidos, según el autor, es el BD Bacatá, en la Carrera 5 con Calle 19 de Bogotá, que pasó de 12 a 66 pisos, un proyecto ‘embutido’ entre viejas calles estrechas que se limita a ampliar unos metros el andén y a generar un patio interior, que ignora la altura predominante de sus vecinos (entre 4 y 20 pisos) y su posición con respecto a ellos. Y lo peligroso es que este tipo de proyectos funcionan como un imán que atrae a otros similares por la rentabilidad que genera.
Donde manda capital…
Entre los hitos sobresalientes del paisaje bogotano, que el investigador ha identificado en muestras cartográficas, se destacan varios ‘brotes’ de edificios altos, asociados al vigor económico concentrado en ciertas vías, y a los diseños de las firmas de arquitectos más reconocidas. También sobresale la reedificación de barrios tradicionales que cambiaron drásticamente su paisaje a partir de las normas de redensificación.
El contraste evidente entre El Chicó y la zona de Los Mártires, por ejemplo, es la prueba fehaciente de una situación de segregación e inequidad, que pone de presente Montenegro como otra conclusión importante de su estudio: mientras que en ciertos barrios del norte se descubre una especie de ‘fiebre’ traducida en una reedificación desaforada, que atiende una demanda creciente, sectores tan deprimidos como Los Mártires, Santafé o la Estación de La Sabana esperan en vano la llegada de proyectos de construcción –de cualquier índole, aunque preferiblemente en la modalidad de reurbanización– y observan cómo los inmuebles y la infraestructura urbana se caen a pedazos.
En vecindarios como El Chicó se dieron ciclos muy breves de construcción: las casas o los pequeños edificios de la década de los años cincuenta, sesenta e incluso setenta, se desecharon como si nada y se reedificaron para comenzar un nuevo ciclo.
Al mismo tiempo, en estos sectores pujantes se agrupan los inmuebles más elevados, construidos al ritmo de bonanzas económicas cíclicas. Son las grandes edificaciones que se dirigen al cielo como testigos del poder del capital y del dominio de la empresa globalizada. Es la ciudad ‘moderna’, la ‘de mostrar’, la que aparece en las postales, con la que los bogotanos queremos que nos identifiquen, explica el investigador.
Y la fiebre que se extiende genera verdaderos dramas urbanos, como en Cedritos, un barrio joven donde muchas construcciones están siendo demolidas para levantar edificios de 17 pisos sin que exista la infraestructura para soportar ese crecimiento. El caso del alcantarillado que no da abasto es lamentable, sostiene el autor: “¿Cómo es posible que en áreas del centro de Bogotá con altas necesidades de reurbanización, como parte de la solución de gravísimos problemas sociales, se perpetúe una situación de degradación, mientras los barrios nuevos se someten a estos procesos de locura?, ¿cómo una ciudad se da el lujo de desperdiciar esa ‘fuerza motora de hacer ciudad’?”, se pregunta Montenegro.
La ciudad compacta no es la panacea
A partir del enfoque culturalista, el cual utiliza el concepto de ‘paisaje urbano’, que considera la mirada subjetiva, es decir, el punto de vista de la gente sobre las realidades urbanas, el investigador Montenegro cuestiona el famoso paradigma de la ciudad compacta, señalada como una solución a la expansión de las metrópolis.
Sin desconocer la necesidad de compactar las grandes urbes por miles de razones que ya se han expuesto, el arquitecto sostiene que el proceso no se puede adelantar de cualquier manera, y que hay que comenzar por garantizar relaciones adecuadas entre espacios libres y ocupados, iluminación y ventilación, así como percepciones visuales agradables.
Una ciudad compacta, agrega, debe permitir una mezcla de usos compatibles, sin especialización, que posibiliten la cohesión social. En definitiva, los modelos foráneos no se pueden adoptar de manera mecánica: “deben considerarse las condiciones sociales, la idiosincrasia y la historia de las experiencias locales”.
Un conjunto de rascacielos habitacionales construidos en Ciudad Bolívar ilustra la importancia de la perspectiva cultural: “esa vida en vertical cambia completamente las relaciones sociales, fomenta el individualismo y limita las posibilidades que tiene la calle como punto de encuentro. Se rompen redes sociales que, mal que bien, funcionan en los barrios informales donde se favorece, por ejemplo, la comunicación entre vecinos, el vigor microeconómico y hasta mayor solidaridad”, asegura el investigador.
No es fácil, por supuesto, plantear una solución a un problema en el que se enfrentan las experiencias pasadas de desafortunadas pérdidas del bien general contra unos supuestos derechos adquiridos del bien particular. De todas maneras, Montenegro deja planteada una reflexión a largo plazo sobre la posibilidad de un modelo de ciudad en la que el Estado pueda superar el rol de testigo mudo de la marcha hacia la inequidad.